Ya me gustaría escribir tan bien como mi buen amigo Francisco Sánchez, con quien coincidí en la Universidad de Navarrra. Ahí va...
Me arriesgaré aun sabiendo que no dispongo de espacio suficiente para el matiz. Debería estar prohibido legislar sobre lenguas, porque son cosa muy íntima, pero pueden darse conflictos de intereses. Mi primera afirmación es, precisamente, que tales conflictos no existen. Crecí en gallego, fui a la escuela en castellano y las principales consecuencias se pueden resumir en que aprendí castellano casi sin darme cuenta; sacaba diez en todos los ejercicios que consistían en pasar una palabra del latín al castellano, porque siempre sabía, al menos, una palabra intermedia; entendí portugués desde el primer día, sin estudiarlo, al igual que me ocurrió con el catalán, el italiano y, en menor medida, con el francés; y... eso que Dios me dotó de un oído mejorable. Si hubiera ocurrido al revés, si hubiera nacido en castellano y me hubieran escolarizado en gallego, probablemente, los resultados variarían poco y a mejor.
El idioma que está en riesgo -y con un idioma se pierden muchas vidas- no es el castellano. Me parece absurda, por tanto, la discusión. Los niños siempre aprenderán castellano. Se lo encuentran por todas partes y, además, sus padres querrán que lo aprendan lo mejor posible.
Harían bien, sin embargo, los defensores del catalán y del gallego en subrayar todo eso en vez de insistir en normas toscas como la de los rótulos comerciales. La imposición arbitraria genera antipatía, no ayuda. Y menos en lugares como Barcelona: el emporio mundial de la edición en castellano y, probablemente, la ciudad más atractiva para ese nuevo y creciente turismo que viene a aprender o mejorar su español.
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