De Rafael navarro Valls.
Comienza el
año Kennedy: el del 50.º aniversario del último de la Presidencia de John F.
Kennedy y, por ende, de su asesinato en Dallas. La leyenda reverdece. Así, la
rama política de la saga Kennedy, cuando estaba a punto de extinguirse, ha
revivido en Joseph P. Kennedy III, que acaba de obtener un puesto en la Cámara
de Representantes. Se dice que “lleva la política en la sangre”, al igual que
sus tíos abuelos, John (el presidente) y Edward (el eterno senador); su abuelo
Robert (el fiscal general), y su padre Joseph Patrick II, congresista en seis
legislaturas. El republicano al que derrotó comentó resignado: “Competir con un
Kennedy es luchar contra una leyenda”.
La llamada
maldición Kennedy ha sido actualizada con el suicidio por ahorcamiento de Mary
Richardson Kennedy, divorciada de Robert Kennedy jr, abogado y sobrino del ex
presidente. Continúa pues la cadena de catástrofes que hacen de la dinastía el
epicentro de una tragedia griega. La última -antes del suicidio de Mary- fue la
trágica muerte de John-John, (aquel niño que, en noviembre de 1963, saludaba
marcialmente al paso del ataúd de su padre el presidente) al precipitarse al
mar, junto a su esposa y su cuñada, pilotando un Piper Saratoga.
A su vez, el
legado Kennedy -luminoso y sombrío a la vez- se ha plasmado en una reciente
mini serie de ocho episodios (The Kennedys), realizada para los canales
americanos A&E y Biography Channel. Las presiones impidieron su emisión por
la productora. Jon Cassar, el director de la serie, dijo: “Somos la peor y la
mejor serie de los Kennedy”. Su emisión en España ha confirmado esa apreciación:
junto a las virtudes del clan, narra hechos en los que la ambición de la
familia (en especial del patriarca Joe) queda crudamente de manifiesto.
En fin, el
glamour de la saga, esa sensación de salud y vigor físico que emanaba del clan
Kennedy -”despeinados y encantadores, con un aspecto extraordinario que parecía
casi un experimento de eugenesia”- ha revivido en un epifenómeno amoroso
protagonizado por el jovencísimo Conor Kennedy (18 años) -nieto de Robert
Kennedy y sobrino nieto del presidente- y Taylor Swift, la reina del country.
Tan intenso fue el romance -ya en declive- que Taylor compró una mansión de 4,9
millones de dólares en Hyannis Port, en la misma calle donde vive Ethel
Kennedy, la abuela del chico.
Pero tragedia,
leyenda, legado o glamour de la saga Kennedy no existirían si no fuera porque
uno de sus componentes alcanzó la Presidencia. Sin el eje que significó la
conquista del Despacho Oval por el segundo de sus hijos, el patriarca Joseph
probablemente hubiera pasado a pie de nota como un mediocre embajador. Es muy
dudoso que Robert y Ted Kennedy desempeñaran el papel estelar que tuvieron en
la vida política norteamericana, y los hijos y sobrinos del presidente,
seguramente hubieran pasado por ella sin pena ni gloria.
Así que, en el
año Kennedy, los analistas de la Presidencia volverán a preguntarse: ¿pero
quién fue en realidad el joven presidente? Desde mi punto de vista, los balazos
que acabaron con él en Daley Plaza de Dallas fueron el principio de una leyenda
en la que, hechos superpuestos a los datos objetivos, han creado una neblina
que enterró al personaje entre la pirotecnia de la emotividad.
Kennedy no
llegó a ser un gran presidente porque, entre otras razones, no tuvo tiempo para
ello. Si estamos de acuerdo con Richard Neustadt, de los ocho posibles años de
mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se
emplea en la preparación de las elecciones siguientes; los años séptimo y
octavo dejan al presidente saliente con escaso poder. Quedan como
potencialmente fértiles el tercero, quinto y sexto. Kennedy solo tuvo el tercer
año. No es suficiente para emitir una opinión concluyente. Coincido con Ben
Bradlee, el antiguo director del WashingtonPost y amigo personal del
presidente, cuando observa que “su breve paso por el poder estuvo más lleno de
promesas que de actuaciones”.
Lo cual no
significa que Kennedy careciera de aquellas virtudes que pueden cuajar en un
buen presidente. Era inteligente, audaz, de notable valor físico, con gran
encanto personal, y buen encajador. Cuando, por sus errores en el ataque a Cuba
-que acabó en la tragedia de Bahía de Cochinos- pareció que todo se hundía a su
alrededor, filosóficamente observó: “Algún día tendría que aprender estas
lecciones: quizá sea mejor cuanto antes y no más tarde”. Efectivamente, esta
experiencia le permitió, en la posterior crisis de los misiles, adoptar una
posición de fuerza que Jruschov no esperaba de quien creía un dubitativo
presidente.
TENÍA una
verdadera preocupación por los derechos de las minorías. Lo demostró en su
lucha por la integración escolar de los afroamericanos, su derecho al voto y la
lucha contra la discriminación en materia de vivienda. Puso, además, los
cimientos de la futura conquista del espacio.
Pero la
belleza del cuadro tiene sus claroscuros. Entre ellos, su dependencia de
pulsiones que le abocaron a un cierto donjuanismo compulsivo. Un ejemplo.
Cuenta Hugh Sidey, corresponsal de la revista Time: “Vino a verme una mujer a
la que yo conocía y me comentó que Kennedy se abalanzó sobre ella en la piscina
de la Casa Blanca. Al intentar escabullirse la dama, el presidente cayó al agua
y se lastimó la espalda”. El corsé que tuvo que llevar desde entonces impediría
a Kennedy doblarse a tiempo y evitar las balas de su asesino, que hizo blanco a
placer sobre una figura erecta.
Otro espejismo
fue la apariencia de salud envidiable que creó ante el pueblo norteamericano.
Su dependencia de fármacos para mitigar el dolor de espalda, el tratamiento de
una antigua enfermedad venérea y la cortisona para controlar su enfermedad de
Addison fueron enmascaradas en suaves notas de prensa. David Owen -excelente
médico y líder laborista- entiende que, cuando Kennedy se reunió con Jruschov
en Viena, su desempeño presidencial se vio gravemente afectado por el cóctel de
medicinas que tomaba. Pero hay que añadir que su resistencia al continuo dolor
físico era legendaria: “Kennedy, sencillamente, sonreía en el dolor”.
Vietnam fue
una herencia envenenada que dejó a sus sucesores. Cuando murió, ya había
enviado a territorio vietnamita 60.000 asesores: fue el principio de la
escalada de una guerra que, seguramente, fue el mayor desastre en la historia
de la política exterior estadounidense, afectando a los tres presidentes que le
sucedieron.
En realidad,
los 1.000 días de Kennedy fueron ricos en promesas y exiguos en hechos. Su
valentía, su inteligencia, su rara mezcla de juventud y autodesdén hicieron de
la política norteamericana una explosión de estilo más que de contenido.
Probablemente, esa explosión no dejara ver con nitidez al político y al hombre
aún por madurar. En todo caso, merece que se le recuerde con respeto en este
año Kennedy.
Pues será un año repleto de pelis, series, documentales, entrevistas y anécdotas, sobre la vida y obra de este presidente que tanto marcó, no solo en USA, sino, también n el mundo. Esperemos que este nuevo miembro de la familia no lleve consigo la maldición de los kennedy y si su buen hacer. Un abrazo
ResponderEliminarEste Navarro Valls es un genio, incluso recuerda la Piper Saratoga, como si fuera un ford fieswta
ResponderEliminary que me cuenta de Chapadquiquick??
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