domingo, mayo 11, 2014

De la carta del Prelado en mayo.












San Josemaría, que nunca quiso ponerse como modelo de nada, admitía una sola excepción: si en algo quiero que me imitéis, es en el amor que tengo a la Virgen[4]. Con piedad y confianza de hijo, se dirigía cada día a Nuestra Señora con las oraciones que aprendió de pequeño: frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... ¿No es esto —de alguna manera— un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono?[5].
También don Álvaro aprendió de sus padres, como en tantos hogares cristianos, a tratar a la Virgen con cariño filial. Cada día recitaba devotamente una oración aprendida de su madre: Dulce Madre, no te alejes, / tu vista de mí no apartes, / ven conmigo a todas partes / y solo nunca me dejes. / Ya que me proteges tanto / como verdadera Madre, / haz que me bendiga el Padre, / el Hijo y el Espíritu Santo. En su aparente sencillez, esta oración tan conocida por el pueblo mexicano encierra un contenido profundo: Nuestra Señora, como intercesora ante la Trinidad Santísima, es camino seguro que siempre conduce a Dios.
¡Qué gran labor llevan a cabo las madres y los padres cristianos, los abuelos y las abuelas, cuando transmiten a sus hijos o a sus nietos las oraciones de la mañana y de la noche! Esas plegarias no se olvidan, aunque pasen los años. Más aún, cuando —con el correr de la vida— a veces parecen apagarse las manifestaciones del sentido cristiano, no es raro que la devoción a la Virgen permanezca en el fondo del alma, como rescoldo bajo las cenizas, dispuesta a rebrotar en momentos de necesidad espiritual, de tristeza o desaliento.

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