La solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen en cuerpo y alma a los Cielos marca, en nuestro país, la fecha de innumerables fiestas populares. Ya se sabe, el verano da para todo. Pero, por desgracia, en España son más, a día de hoy, los devotos de las fiestas que los de la Virgen. Y, si me apuran, más son los devotos de la Virgen -así, en general- que los de su Asunción.
Y es que, en esta sociedad nuestra, en la que la palabra «espiritualidad» tanto designa al yoga como a la mística, la religiosidad va quedando confinada a la difusa parcela del espíritu, mientras los cuerpos -que van a su aire- se entregan a una fiesta que tiene más de orgía que de júbilo. Si a muchos cristianos les dijesen que la presencia de la Virgen en los Cielos es equiparable a la de san Roque, sólo que en un grado jerárquico superior, no creo que les extrañase mucho. «Por eso la Virgen se celebra el 15 -dirían- y san Roque el 16». Claro.
La dignidad del cuerpo no está de moda. ¿Cómo va a estarlo, si el cuerpo, cada vez más, se considera instrumento al servicio de los goces más variados? El cuerpo sirve para el sexo, para llenarlo de cerveza, para la siesta, para la televisión, para la videoconsola o para ponerlo al sol en Alicante. Es práctico mientras dura, y, cuando se gaste, siempre nos quedará el consuelo de estrenar el alma en ese lugar llamado «Cielo» al que iremos si somos buenos chicos y vamos a misa.
Pero si, en el bullicio de las fiestas del pueblo, hiciésemos un esfuerzo por despejar una zona de silencio y escuchásemos con atención la liturgia de la misa de la Asunción, quizá se volvieran a abrir ante nosotros horizontes perdidos entre el amasijo de cables del ordenador y el montón de latas de cerveza.
La Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos nos recuerda que no tenemos un cuerpo, sino que somos cuerpo espiritual o espíritu encarnado. Que, en la medida en que somos cuerpos, somos templos de la divinidad, como lo fue María durante nueve meses o nosotros cada vez que comulgamos; y también lo somos por el Espíritu que habita en nosotros, cuerpos espirituales. La Asunción nos recuerda el valor de la virtud de la castidad, por la que el cristiano entero, cuerpo y alma, se entrega en obediencia amorosa al Amor y queda perfumado de ese Amor. Nos recuerda que estamos, también nosotros, llamados a heredar los cielos nuevos y la tierra nueva, y que en esos cielos nuevos y tierra nueva habitaremos un día corporalmente, ya purificados del todo nuestros miembros mortales. Y nos recuerda, para nuestra nostalgia, que, a diferencia de María, nosotros hemos pecado y necesitaremos esperar hasta que nuestros miembros sean lavados en la muerte y sepultura de Cristo. Entonces, saldada ya la deuda contraída con la corrupción, podrán resucitar y unirse de nuevo a nuestras almas. Ese día, tanto san Roque como nosotros -si no nos apartamos del camino- compartiremos la dicha que ahora goza nuestra Madre celestial.
Entre tanto, nos gozamos en la Asunción de María. Y, al contemplarla tan hermosa, tan joven y tan Madre, sabemos que nuestra verdadera fiesta es ella. Si, finalizada la misa, hay que acudir a la paella popular o a la capea, iremos allí con la alegría puesta y dispuesta a ser repartida, sin tener que mendigársela a una botella de cerveza.
José-Fernando Rey Ballesteros, pbro.
Esta bonito
ResponderEliminarLa Virgen es preciosa,no me parece palabra irreverente.Así nos la metieron en el alma desde pequeñas.Me refiero a mi madre y al colegio.Un abrazo de Janusa
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