Luis Luque en Aceprensa,http://www.aceprensa.com/articles/el-punetazo-de-san-pedro/
No, no es necesario que vaya a buscar el evangelio. Ya le digo yo que la única alteración del orden público que protagonizó san Pedro aconteció en el Huerto de los Olivos, y ahí no hubo golpes, sino “únicamente” una oreja cortada: la del criado del sumo sacerdote que iba en la madrugadora comparsa de traidores. Solo una oreja fría y sanguinolenta arrojada al polvo; nada más.
El del puñetazo es otro Pedro: su actual sucesor, del que algunos esperan con embeleso adolescente que pegue un resbalón para caerle en pandilla. Lo ansían algunos progres, porque los deja trastabillantes que aquel levante la voz tan a menudo para exigir justicia para los preteridos, una causa que a ellos les sirve para chapurrear “La Internacional” de vez en cuando y salir al pavimento con alguna bonita pancarta.
Pero también lo esperan, paradójicamente, algunos conservadores de pedigrí, tertulianos televisivos dotados de una omnisciencia que lo mismo les revela las tendencias del mercado inmobiliario dentro un año, que dónde estaba exactamente la Atlántida. Católica gente, puesta a opinar sobre todo, y nada remisa a descalificar en público, por “hablar demasiado e irreflexivamente”, al mismo al que estaría llamada a defender.
Bien, convengamos que la imagen del puño papal viajando al rostro de quien ofenda a su madre sería algo extraño, tal como raro debió parecerles a los mercachifles de Jerusalén que un señor al que tenían por pacífico profeta irrumpiera en el templo con un haz de cuerdas en la mano y la emprendiera contra quienes habían plantado allí sus pymes comercializadoras de palomas y cabritos sacrificiales.
Los escandalizados con el hipotético puñetazo de Francisco no solo obvian culpablemente el contexto del ejemplo, mencionado segundos después de su reiterada condena de la violencia terrorista como modo de responder a los insultos. También niegan la falible condición humana, el resorte por el cual, al pinchazo que un chistoso nos propina con una aguja, es prácticamente imposible responder con los ojos entornados, las manos al pecho en actitud orante, y un “por favor, querido, no lo vuelvas a hacer”.
Reacción humana
Ha pecado el Papa, sí Ha pecado de humanidad. Ha descrito la simplicidad de la reacción humana a una agresión, y los “políticamente correctos” se han echado cenizas encima como se espolvorea canela sobre una natilla, pues si el obispo de Roma, “¡un santo!”, sugiere que podría pegar un bofetón, arreglado está el mundo. Tal vez olvidan que el hombre no está aún en los altares -by the way, espero que algún día lo esté-, que el lenguaje verbal tiene limitaciones para expresar con exactitud en todo momento lo que el hablante quiere significar, y no notan que un perceptible tufillo de hipocresía emana de quienes le juzgan con tanta prisa.
Lo hay porque, en lo más recóndito del alma, allí donde la persona mantiene aprisionados pensamientos que jamás hará públicos –bien por saberlos absurdos, bien por temor a la reprensión social–, más de uno habrá deseado que los terroristas de París no cayeran vivos en manos de la policía gala –algo que hubiera sido de utilidad a los investigadores–, sino que los convirtieran directamente en polvo cósmico a golpe de ráfagas de ametralladora.
La crueldad del ataque yihadista provocó alarma, sí, y desató la solidaridad hacia las familias de los fallecidos, pero también suscitó en más de uno el deseo de que a los asesinos se les diera una cucharada de su propia medicina. Y como la pena capital, ya se sabe, es historia pasada en esta parte del planeta, algunos tertulianos televisivos, más que sentir alivio, se habrán regocijado inconfesadamente de que quedaran fuera de combate, no por vía penal, sino por esta, más expedita. Para siempre.
Al Papa, sin embargo, no le pueden perdonar su amago de trompada, y es que se ha atrevido –al contrario de los hipócritas– a verbalizarlo. Los enemigos tradicionales brincan de alegría ante el “desliz”, y es comprensible: son consecuentes con la antipatía que le profesan. Pero es deplorable que lo hagan algunos “judas-casios-brutos” que presumen de católicos y que han aplaudido en otras ocasiones el uso de la fuerza, y no necesariamente en contextos de legítima defensa, que sí es “deber grave”.
Definitivamente, nadie va a la plaza pública, megáfono en mano, a ridiculizar a sus padres, pues pesa más el afecto mutuo que la falsa necesidad de airear un yerro de aquellos. Guardar silencio, en este caso, honraría más.
Pero no. “Es que pagan por hablar”, pretextarán nuestros locuaces tertulianos, que disparan contra todo el que les mienten en el plató Y ni el Papa está en veda.
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