Probablemente, la página de la Anunciación sea una de las más bellas de toda la Escritura. No hay en ella una sola palabra que no desprenda un suavísimo perfume, y, tras leerla, queda uno embriagado de Amor divino.
Con todo, os confesaré que, de todas las palabras que conforman tan preciosa escena, a mí siempre me han parecido las finales las más sugerentes de todas:
Y la dejó el ángel…
Si habéis contemplado en oración todo el diálogo, no hagáis como el ángel; no os marchéis. Quedaos allí, ante aquella Muchacha que acaba de recibir semejante visita, y contemplad.
¿Cómo te quedaste, María, después de aquello? ¿Qué sentías? ¿Qué hiciste? ¿A dónde fuiste? ¿Te palpaste el vientre, sabiendo que allí se había encerrado el mismo Dios revestido de carne? ¿Lloraste, sobrecogida, al verte convertida, por la misericordia de Dios, en arca de la nueva Alianza y morada del Altísimo? ¿Pudiste dormir aquella noche? ¿No deseaste, con todas tus fuerzas, contarle a alguien lo que te había sucedido, y –más aún– lo que acababa de sucederle al mundo? ¿No tuviste que hacerte violencia para guardar el secreto? ¿Volviste, una y otra vez, sobre las palabras de Gabriel, paladeándolas?
Preguntar es rezar.
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