Aréchaga, su conocimiento, y su ironía...
La ‘tolerancia cero’ no se ha implantado en la ONU
16 junio, 2015
En el tema de la protección de la infancia contra los abusos sexuales la sociedad siempre puede hacer más. Lo curioso es que quien ha avanzado más en este terreno es precisamente el que más a menudo es llevado al banquillo mediático de los acusados. Así ocurre con la Iglesia católica. Desde que la crisis de los abusos sexuales entre el clero estalló a la luz pública en 2002, la Iglesia fue tomando medidas que llevaron a la política de “tolerancia cero”, a la atención a las víctimas, a la exclusión del ministerio de los sacerdotes abusadores, a cambios en la selección y formación de seminaristas, a programas educativos de prevención en las diócesis…
Todas estas medidas han dado sus frutos. El máximo de los casos de abusos se dan en los años 70 y 80, luego empieza una rápida bajada que se acentúa en la última década. Ya en 2010, Mons. Charles J. Scicluna, entonces promotor de justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba que “después de 2007, a la Congregación vienen llegando unos 250 casos anuales; de muchos países tan solo uno o dos”, dentro de un colectivo de unos 400.000 sacerdotes seculares y religiosos en el mundo.
El Papa Francisco, que ya había creado en 2014 la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores, ha dado un paso más la semana pasada estableciendo un tribunal eclesiástico para juzgar a los obispos acusados de negligencia en la puesta en práctica de las normas de la Iglesia contra los abusos sexuales. No es que hasta ahora se eximiera de responsabilidad a los obispos. De hecho, algunos han sido apartados de su cargo, bien por haber incurrido en ese tipo de abusos, o por no haber sabido cortarlos. De hecho, esta misma semana, en la archidiócesis de Minnesota, han dimitido los obispos John C. Nienstedt y Lee A. Piché, acusados de no haber apartado de su cargo a un sacerdote, a pesar de haber conocido sus intentos de buscar encuentros sexuales con jóvenes. Con el nuevo tribunal, la exigencia de responsabilidades a los obispos tendrá un cauce con garantías jurídicas.
Pero cada vez que la Iglesia toma más medidas para prevenir y castigar este tipo de abusos, nunca faltan comentaristas que aseguran que hasta ahora los obispos se han contentado con mirar hacia otra parte, como si no se hubiera hecho nada en estos años.
En realidad, los abusos sexuales contra menores son, por desgracia, una práctica extendida en no pocos sectores. Y ninguna otra institución ha examinado tan a fondo estos abusos en su seno como la Iglesia católica.
Otras están todavía empezando a reaccionar. Así un informe de la Oficina de Servicios de Supervisión Interna de la ONU acaba de revelar que entre los cascos azules desplegados en distintos países se dan muchos casos de intercambio de sexo por dinero o comida, y que un tercio de los casos denunciados por explotación y abusos sexuales corresponden a menores de 18 años. En la República Centroafricana, donde hay fuerzas francesas desplegadas, niños de entre 9 y 15 años declaran haber sido atraídos con la promesa de recibir raciones militares (cfr. The New York Times, 25-05-2015). Entre 2008 y 2013 ha habido 480 denuncias de abusos sexuales en las misiones de paz más importantes, aunque la propia ONU admite que muchos de los delitos no se denuncian. De hecho, han disminuido las denuncias de los casos de abuso sexual, pero la reducción, dice la Oficina, “se explica en parte por la ocultación de los casos”.
La ONU no tiene autoridad para juzgar a los soldados de un país soberano que pone sus tropas para las misiones de paz. Pero sí puede presionar para que se investiguen las denuncias de abusos. Y, según la auditoría interna, hay una larga lista de obstáculos para castigar a los autores: la burocracia obstaculiza las investigaciones, los mandos no se responsabilizan de lo que ocurre en sus unidades, y la forma de castigo más común es enviar a los soldados de vuelta a su país de origen y no admitirles a futuras misiones. Todo esto nos suena como prácticas que se han reprochado a algunos obispos, con la diferencia que en la ONU todavía no han encontrado arreglo.
Según escribe Salim Lone, exfuncionario de la ONU que fue portavoz de la organización en la misión de Iraq en 2003, “las misiones de los cascos azules han estado plagadas de acusaciones de abusos sexuales durante décadas, y la política de ‘tolerancia cero’ anunciada por la ONU en 2003 se ha quedado en su mayor parte sin aplicar” (The New York Times, 12-06-15).
Por eso resulta más llamativa la dureza de las acusaciones del Comité para los Derechos del Niño de la ONU contra la Santa Sede en 2014 por no haber actuado con suficiente energía en los casos de abusos de menores (cfr. Aceprensa, 6-02-2014), cuando los delitos de este tipo entre los cascos azules se han abordado con laxitud y falta de transparencia.
El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, ha recomendado acelerar las investigaciones, crear un fondo para ayudar a las víctimas y reprobar a aquellos países que no expliquen cómo investigan y juzgan a sus soldados acusados.
Quizá puede pedir asesoramiento a la Iglesia católica.
Todas estas medidas han dado sus frutos. El máximo de los casos de abusos se dan en los años 70 y 80, luego empieza una rápida bajada que se acentúa en la última década. Ya en 2010, Mons. Charles J. Scicluna, entonces promotor de justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explicaba que “después de 2007, a la Congregación vienen llegando unos 250 casos anuales; de muchos países tan solo uno o dos”, dentro de un colectivo de unos 400.000 sacerdotes seculares y religiosos en el mundo.
El Papa Francisco, que ya había creado en 2014 la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores, ha dado un paso más la semana pasada estableciendo un tribunal eclesiástico para juzgar a los obispos acusados de negligencia en la puesta en práctica de las normas de la Iglesia contra los abusos sexuales. No es que hasta ahora se eximiera de responsabilidad a los obispos. De hecho, algunos han sido apartados de su cargo, bien por haber incurrido en ese tipo de abusos, o por no haber sabido cortarlos. De hecho, esta misma semana, en la archidiócesis de Minnesota, han dimitido los obispos John C. Nienstedt y Lee A. Piché, acusados de no haber apartado de su cargo a un sacerdote, a pesar de haber conocido sus intentos de buscar encuentros sexuales con jóvenes. Con el nuevo tribunal, la exigencia de responsabilidades a los obispos tendrá un cauce con garantías jurídicas.
Pero cada vez que la Iglesia toma más medidas para prevenir y castigar este tipo de abusos, nunca faltan comentaristas que aseguran que hasta ahora los obispos se han contentado con mirar hacia otra parte, como si no se hubiera hecho nada en estos años.
En realidad, los abusos sexuales contra menores son, por desgracia, una práctica extendida en no pocos sectores. Y ninguna otra institución ha examinado tan a fondo estos abusos en su seno como la Iglesia católica.
Otras están todavía empezando a reaccionar. Así un informe de la Oficina de Servicios de Supervisión Interna de la ONU acaba de revelar que entre los cascos azules desplegados en distintos países se dan muchos casos de intercambio de sexo por dinero o comida, y que un tercio de los casos denunciados por explotación y abusos sexuales corresponden a menores de 18 años. En la República Centroafricana, donde hay fuerzas francesas desplegadas, niños de entre 9 y 15 años declaran haber sido atraídos con la promesa de recibir raciones militares (cfr. The New York Times, 25-05-2015). Entre 2008 y 2013 ha habido 480 denuncias de abusos sexuales en las misiones de paz más importantes, aunque la propia ONU admite que muchos de los delitos no se denuncian. De hecho, han disminuido las denuncias de los casos de abuso sexual, pero la reducción, dice la Oficina, “se explica en parte por la ocultación de los casos”.
La ONU no tiene autoridad para juzgar a los soldados de un país soberano que pone sus tropas para las misiones de paz. Pero sí puede presionar para que se investiguen las denuncias de abusos. Y, según la auditoría interna, hay una larga lista de obstáculos para castigar a los autores: la burocracia obstaculiza las investigaciones, los mandos no se responsabilizan de lo que ocurre en sus unidades, y la forma de castigo más común es enviar a los soldados de vuelta a su país de origen y no admitirles a futuras misiones. Todo esto nos suena como prácticas que se han reprochado a algunos obispos, con la diferencia que en la ONU todavía no han encontrado arreglo.
Según escribe Salim Lone, exfuncionario de la ONU que fue portavoz de la organización en la misión de Iraq en 2003, “las misiones de los cascos azules han estado plagadas de acusaciones de abusos sexuales durante décadas, y la política de ‘tolerancia cero’ anunciada por la ONU en 2003 se ha quedado en su mayor parte sin aplicar” (The New York Times, 12-06-15).
Por eso resulta más llamativa la dureza de las acusaciones del Comité para los Derechos del Niño de la ONU contra la Santa Sede en 2014 por no haber actuado con suficiente energía en los casos de abusos de menores (cfr. Aceprensa, 6-02-2014), cuando los delitos de este tipo entre los cascos azules se han abordado con laxitud y falta de transparencia.
El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, ha recomendado acelerar las investigaciones, crear un fondo para ayudar a las víctimas y reprobar a aquellos países que no expliquen cómo investigan y juzgan a sus soldados acusados.
Quizá puede pedir asesoramiento a la Iglesia católica.
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