jueves, septiembre 21, 2017

Anotaciones sobre el nacionalismo de Orwell.







Un genio.



Existe un hábito de la mente que está hoy tan exten­dido que afecta nues­tro pensa­miento en casi todo tema, pero al que no se le ha dado todavía un nombre. Como su más cercano equi­va­lente que existe he esco­gido la pala­bra “nacio­na­lismo”, pero como se verá en un momento no estoy usán­dola en el sentido ordi­na­rio, sencil­la­mente porque la emoción de la que hablo no siempre se refiere a lo que se conoce como nación –esto es, una raza deter­mi­nada o un área geográ­fica. Puede apli­carse a una igle­sia o clase, o puede trabajar en un sentido mera­mente nega­tivo, contra algo y sin la nece­si­dad de algún objeto posi­tivo de leal­tad.
Por “nacio­na­lismo” quiero refe­rirme primero al hábito de asumir que los seres huma­nos pueden ser clasi­fi­ca­dos como insec­tos y que grupos ente­ros de millones o dece­nas de millones de perso­nas pueden razo­na­ble­mente ser etique­ta­das como “buenas” o “malas.” Pero en segundo lugar –y esto es mucho más impor­tante- quiero refe­rirme al hábito de iden­ti­fi­carse uno mismo con una deter­mi­nada nación u otra unidad, colocán­dola más allá del bien y del mal y reco­no­ciendo no otro deber que el de apoyar sus inter­eses. El nacio­na­lismo no debe ser confun­dido con el patrio­tismo. Ambos térmi­nos son normal­mente usados de forma tan vaga que cualquier defi­ni­ción está sujeta a cues­tio­na­miento, pero uno debe dife­ren­ciar entre ellas, pues encier­ran dos ideas distin­tas y hasta opues­tas. Por “patrio­tismo” me refiero a la devo­ción a un lugar en parti­cu­lar y a un parti­cu­lar estilo de vida, los cuales uno cree que son los mejores del mundo pero sin tener la menor inten­ción de forzarlo a los demás. El patrio­tismo es por natu­ra­leza defen­sivo, tanto mili­tar­mente como cultu­ral­mente. El nacio­na­lismo, por otro lado, es inse­pa­rable del deseo de poder. El propó­sito perdu­rable de todo nacio­na­lista es el de asegu­rar más poder y pres­ti­gio, no para sí mismo sino para la nación u otra unidad a la cual ha deci­dido some­ter su propia indi­vi­dua­li­dad.
Un nacio­na­lista es alguien que piensa sola­mente, o prin­ci­pal­mente, en térmi­nos de pres­ti­gio compe­ti­tivo. Puede ser un nacio­na­lista posi­tivo o nega­tivo –esto es, puede emplear su energía ya sea en promo­ver o en deni­grar- pero en todo caso sus pensa­mien­tos giran siempre en torno a victo­rias, derro­tas, triun­fos y humil­la­ciones. El nacio­na­lista ve la histo­ria, espe­cial­mente la contem­porá­nea, como la inter­mi­nable suce­sión de ascen­sos y declives de unidades de poder, y cada evento que tiene lugar le parece una demos­tra­ción de que su propio bando está en ascenso y algún bando rival muy odiado está en descenso. Pero final­mente, es impor­tante no confun­dir el nacio­na­lismo con la mera alabanza del éxito. El nacio­na­lista no es alguien que simple­mente tiene como prin­ci­pio estar siempre del lado del grupo más fuerte. Al contra­rio, una vez que ha elegido su grupo, se conven­cerá a sí mismo de que aquel es el más fuerte, y estará en capa­ci­dad de mante­ner tal creen­cia aún cuando los hechos estén avasal­la­do­ra­mente contra dicha creen­cia. El nacio­na­lismo es hambre de poder alimen­tada por el autoen­gaño. Todo nacio­na­lista es capaz de la más flagrante desho­nes­ti­dad, pero también – desde que esta consiente de servir algo más grande que a él mismo- está firme­mente seguro de estar en lo correcto.
Sería una sobre­sim­pli­fi­ca­ción decir que todas las formas de nacio­na­lismo son iguales, aún en sus esque­mas mentales, pero hay cier­tas reglas que apli­can bien a todos los casos. Las siguientes son las prin­ci­pales carac­terís­ti­cas del pensa­miento nacio­na­lista:
OBSESIÓN
En térmi­nos gene­rales, ningún nacio­na­lista piensa, habla o escribe sobre otra cosa que la super­io­ri­dad de su propia unidad. Es difí­cil, sino impo­sible, para cualquier nacio­na­lista escon­der su leal­tad. Si la unidad de su leal­tad es un país, decla­rará la super­io­ri­dad de éste no sólo en térmi­nos mili­tares y de virtud polí­tica, sino también en el arte, la lite­ra­tura, el deporte, la estruc­tura lingüís­tica, la belleza física de sus habi­tantes, y quizás incluso hasta en el clima, paisajes y cocina. Mostrará una gran sensi­bi­li­dad sobre aspec­tos tales como la correcta manera de enar­bo­lar la bandera, tamaños rela­ti­vos de titu­lares y el orden en que los distin­tos países son nombra­dos. La nomen­cla­tura juega un papel impor­tante en el pensa­miento nacio­na­lista.
INESTABILIDAD
La inten­si­dad con que son senti­das no impide que las leal­tades nacio­na­lis­tas sean trans­fe­ribles. De parti­cu­lar interés es la retrans­fe­ren­cia. Un país u otra unidad que ha sido idola­trada por años puede repen­ti­na­mente deve­nir odiada, y otro objeto de afecto puede tomar su lugar casi sin un inter­valo. En Europa conti­nen­tal los movi­mien­tos fascis­tas reclu­ta­ban a sus segui­dores en su mayoría de entre los comu­nis­tas. Lo que perma­nece constante en el nacio­na­lista es su estado mental: el objeto de sus senti­mien­tos puede cambiar, y hasta ser imagi­na­rio.
Pero para un inte­lec­tual, la trans­fe­ren­cia tiene una función impor­tante. Hace posible para él ser mucho más nacio­na­lista –más vulgar, más ridí­culo, más mali­gno, más desho­nesto- de lo que jamás podría ser en nombre de su país nativo, o de cualquier unidad de la que tuviese real cono­ci­miento. Cuando uno ve la basura preten­ciosa que se escribe sobre Stalin, el Ejér­cito Rojo, etc., por gente bastante inte­li­gente y sensible, uno se percata que ello sólo es posible porque algún tipo de dislo­ca­ción ha tenido lugar. En socie­dades como la nues­tra, es inusual para cualquier persona que se describa como inte­lec­tual el sentir un apego muy profundo a su propio país. La opinión pública –esto es, la sección del público de la cual él es inte­lec­tual­mente consciente- no se lo permi­tirá. La mayoría de la gente que lo rodea es escép­tica e indi­fe­rente, y él puede adop­tar la misma acti­tud ya sea por imita­ción o por pura cobardía: en tal caso habrá aban­do­nado aquella forma de nacio­na­lismo que se encuen­tra a su más cercano alcance. Pero él todavía siente la nece­si­dad de una Patria, y es natu­ral que la busque en algún otro lado. Una vez que la ha encon­trado, puede indul­gir en exac­ta­mente aquel­las emociones de las cuales él cree que se ha eman­ci­pado. Dios, el Rey, el Impe­rio, la Bandera –todos los ídolos aban­do­na­dos pueden reapa­re­cer bajo dife­rentes nombres, y dado que no los reco­noce como lo que son los puede adorar con una buena conscien­cia. El nacio­na­lismo trans­fe­rido, como el uso de los chivos expia­to­rios, es una forma de lograr la salva­ción sin tener que alte­rar la propia conducta.
DESCONEXIÓN CON LA REALIDAD
Todos los nacio­na­lis­tas tienen la capa­ci­dad de obviar las analogías entre hechos simi­lares. Las acciones son teni­das como buenas o malas, no en aten­ción a sus propios méri­tos, sino de acuerdo a quién las realiza, y prác­ti­ca­mente no hay clase alguna de barba­rie –tor­tura, la toma de rehenes, trabajo forzado, depor­ta­ciones en masa, penas de cárcel (o ejecu­ciones) sin juicio previo, falsi­fi­ca­ción, asesi­nato, el bombar­deo de pobla­ciones civiles- cuya cali­fi­ca­ción moral no cambie cuando es come­tida por “nues­tro” bando.
El nacio­na­lista no sólo no desa­prueba las atro­ci­dades come­ti­das por su propio bando, sino que además tiene una notable capa­ci­dad para ni siquiera ente­rarse de ellas. Durante seis años los admi­ra­dores de Hitler en Ingla­terra se las arre­gla­ron para no ente­rarse de la exis­ten­cia de Dachau y Buchen­wald. Y aquel­los que más ardien­te­mente denun­cia­ban los campos de concen­tra­ción alemanes esta­ban muchas veces en desco­no­ci­miento de que también había campos de concen­tra­ción en Rusia. Even­tos notables como la hambruna de Ucra­nia de 1933, que invo­lu­cra­ron las muertes de millones de perso­nas, han esca­pado la aten­ción de la mayoría de los rusó­fi­los ingleses. En el pensa­miento nacio­na­lista hay hechos que pueden ser a la vez cier­tos y falsos, cono­ci­dos y desco­no­ci­dos. Un hecho cono­cido puede ser tan inso­por­table que habi­tual­mente es descar­tado y no se le permite entrar en proce­sos lógi­cos.
Todo nacio­na­lista se obse­siona con alte­rar el pasado. Se pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas ocur­ren como deberían –en que, por ejem­plo, la Armada Española fue todo un éxito o la Revo­lu­ción Rusa fue aplas­tada en 1918– y trans­fe­rirá frag­men­tos de este mundo de fantasía a los libros de histo­ria cada vez que pueda. Hechos impor­tantes son supri­mi­dos, fechas alte­ra­das, citas remo­vi­das de sus contex­tos y mani­pu­la­das para cambiar su signi­fi­cado. Even­tos cuya ocur­ren­cia se piense que no debió darse son omiti­dos y en última instan­cia nega­dos. En 1927 Chiang Kai Shek quemó cien­tos de comu­nis­tas vivos, y sin embargo 10 años después se había conver­tido en uno de los heroes de la Izquierda. El reali­nea­miento de la polí­tica inter­na­cio­nal lo había traído al campo anti­fas­cista, así que de alguna manera se llegó a pensar que la quema de comu­nis­tas vivos “no contaba”, o quizás no había ocur­rido. El obje­tivo prima­rio de la propa­ganda es, por supuesto, influen­ciar la opinión contem­porá­nea, pero aquel­los que rees­cri­ben la histo­ria proba­ble­mente creen en una parte de sí mismos que están real­mente rear­mando los hechos hacia el pasado. Cuando uno consi­dera las elabo­ra­das falsi­fi­ca­ciones que han sido come­ti­das para demos­trar que Trotsky no tuvo un papel impor­tante en la Guerra Civil Rusa, es difí­cil sentir que las perso­nas respon­sables esta­ban simple­mente mintiendo. Más probable es que ellos sintie­ran que su propia versión era lo que había ocur­rido a los ojos de Dios, y que había justi­fi­ca­ción plena en reor­de­nar los regis­tros de acuerdo con ello.
Algu­nos nacio­na­lis­tas están no muy lejos de la esqui­zo­fre­nia, viviendo muy felices entre sueños de poder y conquista que no guar­dan conexión alguna con el mundo real.

George Orwell





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