Negacionismo biológico
Suele decirse que nuestra sociedad es cada vez más descreída. No me lo parece. Lo que pasa es que tiene otras creencias no religiosas, que a veces desafían las convicciones racionales. Un ejemplo notable son las leyes de autodeterminación de identidad de género para personas trans. También en España el Ministerio de Igualdad acaba de abrir una consulta pública para elaborar una ley de este corte.
Según sus postulados, una mera declaración del interesado bastaría para borrar su realidad biológica de ser hombre o mujer, y abriría la puerta a cambiar su identidad sexual. Lo importante no sería el sexo biológico, sino la convicción sentida por el sujeto de pertenecer a un determinado género.
Las personas trans dicen sentirse atrapadas en un cuerpo que no correspondería al género que reclaman. Se comprende que esto puede generar un malestar o incluso un sufrimiento, trastorno catalogado por la psiquiatría como disforia de género. Pero lo que pretende el nuevo proyecto de ley es “despatologizar” las identidades trans. Para la modificación del sexo registral, la ley vigente exige acreditar disforia de género por informe médico o psicológico clínico, así como someterse a tratamiento médico durante al menos dos años para acomodar las características físicas al sexo pretendido. Todo esto desaparecería con la nueva ley, según la cual la mera autodeclaración bastaría para que donde había un hombre apareciera una mujer, y viceversa. Este “negacionismo biológico” tendría campo libre en la identidad sexual. Pero es aventurado creer que un desajuste tan íntimo pueda desaparecer con un simple cambio formal en el Registro Civil.
Cuando se habla de corregir el “sexo asignado al nacimiento” la expresión suena como si hubiera sido una determinación arbitraria, debida a unos padres autoritarios, a un médico incompetente, a un funcionario despistado, y no a la mera constatación de la realidad biológica.
Pero si ya la realidad biológica no cuenta y debe ceder el paso a lo que uno siente, debería ser posible corregir otras categorías “asignadas al nacimiento”. Entre ellas la edad, esa realidad biológica que nos persigue en el DNI. Un joven de 14 años puede sentirse maduro para dejar la escuela y ponerse a trabajar sin esperar a los 16, o sentirse capacitado para votar antes de los 18, o expresar su consentimiento sexual aunque no tenga 16. No pocos jóvenes se sienten atrapados en ese corsé legal impuesto, y verían con gusto la posibilidad de cambiar su edad legal para que correspondiera a la identidad sentida. Pero en estos y en otros campos se ha ido elevando la edad mínima exigida, por considerar que esa actividad requiere más madurez y discernimiento.
En cambio, las leyes trans siempre van en la línea de rebajar la edad para someterse a tratamientos hormonales y operaciones quirúrgicas de cambio de sexo, incluso sin necesidad de tener el permiso de los padres. Parece que en este caso, aunque los cambios sean irreversibles, la madurez del interesado se le supone, mientras demuestre su determinación. Sin embargo, en el Reino Unido, que se había planteado un cambio como el que ahora propone el Ministerio de Igualdad, el gobierno de Boris Johnson ha abandonado la idea precisamente para proteger a los menores.
Puestos a rectificar datos biológicos del DNI, se podría también cambiar o suprimir los nombres de los padres, esa asignación que nos acompaña desde el nacimiento. La realidad es que hay jóvenes y adultos que, con razón o sin ella, están profundamente enfrentados con sus padres y preferirían que no se les relacionara para nada con ellos. ¿Por qué han de ser mencionados como si fueran un elemento invariable de su identidad? Es verdad que un test de paternidad revelaría los lazos de parentesco. Pero también un análisis genético de una mujer trans mostraría que todas las células de su cuerpo son cromosómicamente masculinas, y sin embargo este dato biológico se considera irrelevante.
La propuesta de ley para personas trans quiere eliminar cualquier requisito médico, psicológico y de plazos que puedan interponerse en el cumplimiento del deseo del interesado. Pero si lo importante es lo que uno siente, el criterio debería servir también para otros trans, ya no sexuales sino transnacionales. Ese menor marroquí no acompañado que llega a España en patera podría asegurar –y puede ser verdad– que él se siente español, es fan del Real Madrid, ve la televisión española y hasta se maneja en castellano. Pero se siente atrapado en su nacionalidad marroquí, así que desea cambiarla por la española de inmediato. Esos requisitos de permiso de residencia, años de estancia, arraigo y conocimiento de la cultura del país no serían más que muestras de xenofobia que habría que suprimir. Sin embargo, lo que sirve para la identidad sexual no sirve para la identidad nacional.
Aunque la propuesta de ley trans se presente como un medio para “la igualdad plena y efectiva” de estas personas, en realidad lo que supone es que se las trate de un modo desigual. En cualquier otro campo jurídico uno tiene que aportar pruebas y razones que avalan sus pretensiones. No basta que uno se “sienta” propietario, hay que aportar un título de propiedad. Pero si se trata de la identidad sexual, basta una declaración performativa, es decir, que produce el efecto por el mero hecho de ser enunciada. Todo un cambio de paradigma jurídico bajo una ley en apariencia menor.
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