«Después de 50 años, por fin, he conseguido salir de dudas»
Juan Arana es catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Sevilla. A lo largo de su carrera ha sido profesor invitado en la Universidad de Navarra y ha defendido en múltiples foros la compatibilidad entre fe y razón. Por eso, a muchos colegas les extrañó cuando, el pasado verano, publicó el libro “Teología para incrédulos”, en el que cuenta su camino hacia la fe, que culminó hace un par de años.
¿Cómo resumiría su proceso de conversión?
Hay muchos tipos de conversiones pero para mí son especialmente significativas dos. Por un lado, la conversión filosófica, por decirlo así, que consiste en aclarar con las fuerzas que el hombre tiene y con las ayudas que recibe de forma natural -su educación, inteligencia, los datos que va recogiendo, los maestros que tiene o los libros que lee- las respuestas que se refieren a Dios. Pero no se puede decir que ha recibido ninguna gracia sobrenatural, ni que ha dado el paso hacia una religión verdaderamente vivida al cien por cien.
Una segunda conversión sería la religiosa, que implica recibir una gracia exterior que permite dar ese paso de asumir no solamente que Dios existe, sino que tiene un nombre, Jesucristo, y que su venida está canalizada a través de la Iglesia católica, que él instituyó. A veces las dos se juntan o a veces una opaca a la otra.
En mi caso, nunca he sido ateo. Desde los 18 años tenía muy claro que, aunque la existencia de Dios como un ser personal no se podía demostrar como si fuese un teorema matemático, las pruebas que hay a favor son superiores a las que hay en contra. Pero la conversión religiosa se me resistió mucho más. A raíz de la crisis del 68 y de mi estancia en Madrid en aquellos tiempos, yo tenía unas restricciones mentales que no me permitían decir al cien por cien “sí, creo que eso es así”.
¿Qué tipo de dudas tenía?
Mi búsqueda ha sido intelectual. Eso no significa que niegue lo afectivo, lo sentimental, lo imaginativo, sino que para mí esas dimensiones de la vida humana no eran tan problemáticas. Nací en una familia feliz, mis padres me querían, he tenido hermanos… En el mundo he encontrado mucha más buena gente que mala gente. También encontré una mujer de la cual me enamoré y llevamos más de 50 años juntos. Mi fallo era la parte intelectual.
¿Cuándo diría que comenzó su proceso hacia la fe?
Yo siempre quise salir de mis dudas, desde muy joven. A los 20 años pensé que debía dedicarme a resolverlas, no de una manera tangencial, sino como algo central en mi vida. Y por eso estudié filosofía y he sido profesor de esta disciplina. Con lo cual, he tenido la suerte de que me han pagado por aquello que quería hacer.
Y lo más grande es que, al cabo de 50 años, he conseguido realmente salir de dudas y he pasado de la incredulidad a la fe. En cierto modo, el libro es una especie de dar cuenta de ese largo proceso, no de negación de la fe, sino de la falta de sentimiento de una persona que está en una situación de dudas y que tiene que dar todas las vueltas posibles al tema. No para estar cien por cien seguro, porque esa seguridad no se tiene nunca, sobre todo en las cuestiones realmente importantes. Pero sí de una manera suficiente como para asumir una identidad como creyente.
LA BÚSQUEDA DEL INCRÉDULO ES LA BÚSQUEDA DE UN SENTIDO QUE NO ENCUENTRA, PERO QUE POR LO MENOS TIENE UNA CIERTA ESPERANZA DE ENCONTRAR
Como la persona que de repente tiene la corazonada de que tal número va a salir en la lotería y es capaz de apostar todo lo que tiene. Mientras uno no es capaz de dar ese paso de apostar absolutamente todo lo que tiene a un determinado número, en este caso a Dios a través de Jesucristo y a través de la Iglesia católica, no puede decir que es creyente al cien por cien. Yo ese paso solamente lo di hace dos años y desde entonces estoy recogiendo los frutos de toda una vida de trabajo, de dudas, de sufrimientos y también de alegrías.
¿Cuánto ha tardado en escribir todo este proceso?
Este libro no está escrito en un día, ni en un mes. Lo he ido escribiendo a trozos, a lo largo de los últimos veinte años. Poco a poco, a medida que iba resolviendo cierta duda o que tenía cierta experiencia, escribía un capítulo, lo iba redondeando. Y así se ha ido segmentando como si fuese una estalactita, hasta que he vuelto a la práctica de los sacramentos, el paso decisivo hacia la religión.
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¿Podría decirse que este es un libro para ayudar a los que no creen?
Es muy difícil totalizar. De la misma manera que hay muchos tipos de creyentes y también hay muchos tipos de ateos y muchos tipos de incrédulos y de agnósticos. Me parece dificilísimo, diría que imposible, dar una receta que pueda valer para todos.
Yo he trabajado prácticamente toda mi vida en una universidad pública y en un ambiente, el filosófico, que es prioritariamente no creyente; porque la mayor parte de la gente que estudia filosofía no ve la religión como la primera alternativa. Y en ese sentido me siento muy próximo a ellos.
Todos tenemos nuestras dudas, nuestras esperanzas y, de alguna manera, nuestra fe. Cada uno tiene que ir saliendo poco a poco de ese agujero y buscar las certezas que sean esenciales para poder llevar a cabo una existencia con sentido. La búsqueda del incrédulo es la búsqueda de un sentido que no encuentra, pero que por lo menos tiene una cierta esperanza de encontrar. Yo le diría a cualquier incrédulo, o a cualquier ateo, o a cualquier persona, que no renuncie a las esperanzas que tiene y que al final la cosa no es tan dura, tan difícil, tan negra, tan pesimista como en los momentos más de mayor decaimiento.
Nietzsche, Marx... La idea de que los hombres creen en Dios para encontrar la esperanza ante los temores y sufrimientos del mundo ha calado mucho en nuestro tiempo. ¿Usted qué respondería?
En la filosofía de los últimos dos siglos la actitud dominante parece que se inclina hacia el ateísmo, o por lo menos a una situación de duda, de escepticismo. Incluso ha generado toda una actitud, que es lo que se llama filosofía de la sospecha, que pone entre paréntesis cualquier presunta verdad o cualquier presunta afirmación.
Creo que esa actitud crítica, en cierto modo es buena, puesto que uno tiene que tener el juicio para valorar cuándo algo es una buena respuesta y cuándo es una pseudo respuesta. Lo que ocurre es que no se puede automatizar y decir “por sistema niego todo lo que se me plantee”. Hay toda una jerarquía de sospechas y de afirmaciones.
Yo opino que lo interesante de la filosofía es la actitud de confirmar que, efectivamente, no es que lo tenga todo absolutamente claro y seguro, pero soy una persona capaz de apostar. Y voy a apostar fuerte por lo que considero que es más probablemente verdadero.
Lo que criticaría es la cerrazón, el poner el “no” por delante. Es mejor estar dispuesto a comprobar si lo que me presentan como verdad resiste mis dudas y también si resiste mi indagación. Cuando honradamente se mantiene esa actitud de intentar ser un poco neutral, al final uno empieza a notar que por dentro las cosas no están tan fosilizadas, tan inmóviles.
Una buena noche estrellada en el campo es un espectáculo tan maravilloso, tan sublime, que te hace plantearte si realmente es posible que eso esté ahí sin más. Tiene que tener un sentido. Entonces ya no es la pregunta de si hay sentido, sino cuál es el sentido. Una vez que uno se pone en esa tesitura, al final llega a la conclusión de que no estamos solos y de que merece la pena hacer esa apuesta importante.
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