Trump, gatillo fácil
Siguen rodando cabezas en el entorno de Donald Trump. La reciente dimisión forzada de John Bolton, consejero de Seguridad Nacional, ha sido, por ahora, la 31 deserción (más o menos) del entorno del inquieto presidente. Según éste, si se le hubiera dejado manos libres al defenestrado Bolton, "habría desencadenado cuatro guerras". Es curiosa la contradictoria psicología del rubio presidente, que primero nombra halcones y cuando estos despliegan el vuelo -pasó también con Steve Bannon- Trump les corta las alas. Afganistán, Irán, Corea del Norte y Venezuela han sido temas desencadenantes de la última destitución/dimisión, precisamente, al querer Bolton aplicar sus conocidos puntos de vista intervencionistas, que han chocado con los ritmos desiguales del electrocardiograma estratégico de Trump.
Sorprende que, según un estudio de la Brookings Institution (prestigioso think tank de Washington), la tasa de renuncias, dimisiones y destituciones operadas entre los altos mandos de Trump es tres veces más elevada que la de los primeros mandatos de Barack Obama y de Bill Clinton, y más de cinco veces superior a las del presidente George W. Bush. La cuchilla ha ido segando secretarios de Estado, embajadores en la ONU, Jefes de Gabinete, consejeros económicos, consejeros de Seguridad, portavoces de Prensa , directores de Comunicación, ministros (secretarios) de Sanidad y de Justicia, altos cargos del FBI (incluido un director y un subdirector), Procuradores Generales, Jefes de Estado Mayor, etc. Una verdadera orgía de sangre política, que sitúa a la Casa Blanca de Trump a la cabeza del ranking, con el mayor número de ceses y deserciones habidos en cualquiera otra administración de la historia moderna de la Presidencia.
¿Cuáles han sido las motivaciones de fondo de estos espectáculos y culebrones políticos? Repasando el rosario de dimisiones /destituciones que empedran la marcha presidencial de Trump, se observan las siguientes motivaciones. La primera es la escasa paciencia del inquilino de la Casa Blanca en las naturales divergencias de juicio con sus colaboradores. En política, la paciencia es el arma más poderosa en el arsenal de los verdaderos líderes. Cuando un presidente cree que se acercan 10 conflictos de las manos de sus colaboradores, puede estar seguro de que nueve se quedarán en el camino. El largo aliento en la buena política es vital frente a las dificultades. Trump no sabe esperar. Le falta la perspectiva de quien comprende que la impaciencia en política no acelera el desenlace de las crisis: las empeora. Eso está pasando con sus relaciones con China. Sus posiciones oscilan desde un marcado proteccionismo con duras imposiciones de tasas a los productos chinos a suspensiones temporales de las gravámenes a las importaciones, pasando por fuertes amenazas financieras. Desde que el 8 de marzo de 2018 Trump anunció una subida de aranceles sobre el acero y el aluminio, las relaciones chino-americanas han sido como una telenovela con tintes de desafío de OK Corral. Las contramedidas chinas contra los aranceles americanos hacen recular a Trump, quien inicia negociaciones para evitar una guerra comercial China y EE UU. Pero, días después, anuncia nuevas tasas a las importaciones chinas por un total de 4.000 millones de dólares. Después de sucesivas medidas, Trump vuelve a la mesa de negociaciones. Enseguida anuncia una tregua y una suspensión temporal de las medidas hostiles. La suspensión dura poco y Trump vuelve a las andadas. China responde con una depreciación del yuan, lo que supone un desplome de las Bolsas. Y así sucesivamente. Olvida Trump el viejo axioma político de que "la paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces".
Si la impaciencia tiene efectos perversos, no son menores la mala elección de consejeros. Las dimisiones forzadas y los ceses apresurados tienen una consecuencia letal. Los huecos de personal han de ser cubiertos apresuradamente. Lo cual supone que no siempre se pueden elegir los más adecuados. Un presidente necesita buenos colaboradores. Sin ellos es como una tortuga patas arriba. Puede moverse mucho, pero no llega a ningún sitio. Los cambios bruscos de las políticas de Trump traen su causa, no solo en la inestabilidad presidencial, sino también en el cruce de consejos distintos en breves espacios de tiempo. Obsérvese, por ejemplo, la política hacia Corea del Norte. De la amenaza de Trump de desencadenar una tormenta de "fuego y furia", se pasó a los piropos tras la alegre marcha conjunta por la línea divisoria entre las dos Coreas. "Me lo paso muy bien con usted", le dijo Trump a Kim Jong-un. De la esperanzadora cumbre entre ambos en Singapur se pasó a los sombríos resultados en la de Hanoi. Hoy el panorama vuelve a oscilar entre las amenazas nucleares de Corea del Norte, las sanciones de EEUU y los desaires entre ambos líderes. No parece que haya favorecido una política lineal con Corea del Norte las sucesivas defenestraciones de Michael Flynn (febrero de 2017), asesor de Seguridad; H.R. McMaster (junio 2018), también asesor de Seguridad; Rex Tillerson, Secretario de Estado (marzo 2018) y ahora John Bolton. Veremos cuánto dura Mike Pompeo, el actual Secretario de Estado, quien parece que ha dicho que está «en las manos de Dios y las de Trump».
Los continuos bandazos sobre los colaboradores, acaban debilitando el escudo protector de la Presidencia. Ocurre que los cesados quedan resentidos creando enemigos potenciales, de lo que se aprovechan los adversarios demócratas. Más de 100 representantes demócratas son decididos partidarios de abrir un juicio político (impeachment) contra Trump. Desde luego, aunque sus compañeros se unieran y lograran una mayoría en el Congreso (lo que es muy dudoso), el Senado rechazaría el juicio. El Informe Mueller sobre las implicaciones de Rusia en las elecciones americanas ha sido interpretado por el mismo Mueller -ex director del FBI con Obama y Bush- así: "Si hubiésemos estado seguros de que el presidente claramente no cometió un delito, lo habríamos dicho". Esto ha dado alas a las acusaciones de obstrucción a la justicia. Y los demócratas han llamado a declarar a una serie de testigos, entre los que se encuentran actuales y antiguos colaboradores de Trump. Algunos, resentidos contra el presidente.
Acabamos de apuntar a los rencores que dejan las dimisiones y las destituciones en los colaboradores cesados. Permítanme que insista en los peligros de esas situaciones. No siempre el descarte de una persona es bien asumida por la víctima. Muchas veces, esta es como un animal herido que espera el momento de su venganza. El caso Watergate es un buen ejemplo. John Dean era un abogado muy cercano a Nixon. Pero cuando comenzó el escándalo, la negativa de Nixon a conceder inmunidad a Dean y su consiguiente despido, llevó a éste a una serie de declaraciones a los fiscales del caso, que revelaron la existencia de cintas grabadas en el despacho de Nixon. Fue el final del presidente. Tuvo que dimitir. Paralelamente, un resentido contra Nixon por no haberle nombrado director del FBI (William M. Felt), desempeñó el papel de Garganta Profunda, transmitiendo a un periodista datos vitales del caso.
Algo similar podríamos decir de Gennifer Flowers (cantante, que le pidió a Bill un puesto de segundo orden en el gobierno de Arkansas y lo obtuvo) y Monica Lewinsky (becaria de la Casa Blanca), amantes y de algún modo ex colaboradoras de niveles inferiores de Clinton. La sensación de ser utilizadas por Clinton les llevó a desconfiar de él. La primera fue un obstáculo -que superó el travieso gobernador de Arkansa- para las primarias demócratas. La segunda, a punto estuvo de costarle el cargo al presidente, vía impeachment.
Es difícil que un presidente tenga verdaderos amigos entre sus colaboradores, pero lo que no puede es tratarlos como enemigos. Y esto es lo que parece hacer Trump con su fácil gatillo de cortacabezas.
Rafael Navarro-Valls, catedrático, académico y analista de la Presidencia de EEUU
al anónimo del móvil, estoy l tanto, pero le viene bien, de verdad.
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