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El 20 de septiembre de 1792, la Asamblea Legislativa surgida de la Revolución Francesa aprobó la primera ley de divorcio de la era moderna. Lo que sucedió aquel día en el país galo fue mucho más que la consagración civil de un texto legal. Podría decirse que aquel 20 de septiembre, más que aprobarse una ley de divorcio, se consumó el más dramático de los divorcios: las leyes europeas quebraron el vínculo que las unía a la verdad para unirse en concubinato con ese acuerdo de voluntades al que Rousseau había bautizado como «contrato social». A partir de aquel día, y hasta hoy, el orden legal dejó de querer ser un reflejo normativo del orden natural, y abandonó sus intentos de responder a la pregunta «¿qué es lo bueno?» para pasar a responder otra pregunta muy distinta: «¿qué queremos?». Las leyes abandonaron el ideal de la justicia y de desposaron con un nuevo ideal: la conveniencia de los abajo firmantes.
Es preciso explicar esto, porque, hoy día, en Europa, hablar de leyes justas tiene tanto sentido como hablar de manzanas veloces. La ley ya nada tiene que ver con esa justicia que está inserta en el orden natural, sino, simplemente, con el equilibrio de intereses de quienes conforman el pacto social, es decir, el número exacto de adultos con derecho a voto en cada país. Quienes alzamos la voz contra ciertas leyes (despenalización del aborto, divorcio, matrimonio homosexual…) gritando que son injustas deberíamos darnos cuenta de la extrañeza que provocamos en los hijos de Rousseau: «¿De qué hablas? -nos responden- Me estás diciendo que abortar es una mala acción, y puede que yo esté de acuerdo contigo, pero eso nada tiene que ver con las leyes. Es como si me pides que incluya una cláusula anti-aborto en el contrato de compraventa de mi casa. Aquí de lo que se trata es de procurar que los firmantes -entre quienes no están los fetos- podamos vivir tranquilos y no nos molestemos unos a otros. Prohibiremos que el vecino entre en mi casa y me mate o me robe, pero si el vecino quiere matar a su hijo no nacido, allá él con su conciencia. Irá al Infierno, pero yo no voy a meterlo en la cárcel por eso, porque no afecta a mi vida». Por cruel que pueda parecer, éste es el planteamiento del Occidente post-rousseauniano. Y más vale que lo conozcamos antes de pedirles a los occidentales manzanas veloces. Creo, sinceramente, que la batalla de las leyes, a día de hoy, está perdida para nosotros, porque somos minoría y eso nos impide influir decisivamente en el contrato social. Primero debemos ganar otra batalla mucho más importante: la de la verdad, la de la vuelta a la realidad como guía que sustituya a una libertad sin anclajes ni puntos de referencia fuera de sí misma.
En ese terreno, el del anclaje en la realidad, se sitúa la gran tragedia de Occidente. Al quebrar ese anclaje, que operaba como valioso freno, el hombre quedó a merced de la fuerza descomunal de las pasiones, y resultó esclavizado por ellas. Paradójicamente, buscando la libertad, Occidente ha resultado atrapado en el torbellino de los instintos por haber perdido pie en la verdad. Un joven podía frenarse a la hora de mantener relaciones sexuales prematuras, pensando en un posible embarazo y las responsabilidades que conllevaba, hasta que la máquina de condones del instituto rompió sus amarras y le dijo: «¡Tranquilo, no pasa nada!» Una joven podía recatarse pensando en las consecuencias de ese embarazo, hasta que la farmacia le aseguró una pastilla a su disposición y el sistema de salud le garantizó un aborto más o menos sencillo. Un matrimonio difícilmente pensaba en romper el vínculo, a la vista de la gravedad de semejante acción en múltiples aspectos de la vida personal y social, hasta que el Código Civil les garantizó a los cónyuges un divorcio servido en tres meses… El resultado no ha sido una sociedad más libre, sino, al revés, una sociedad formada por seres incapaces de sacrificio alguno, esclavizados de sus propias pasiones, y abocados a una vida propia de animales evolucionados con conexión a Internet. Nuestros conciudadanos tienen más «libertad» que nunca para hacer lo que les place, pero son menos libres y mucho menos felices.
Si queremos volver a tener, un día, leyes justas en Occidente, habrá que devolver a nuestros semejantes el anclaje con la verdad. Y la forma de hacerlo no es gritando ni vociferando por las calles consignas que los hijos de Rousseau no pueden entender, sino a través de un auténtico apostolado personal. Es preciso que nosotros vivamos de acuerdo con la verdad, que seamos coherentes con lo que profesamos, y que mostremos al mundo lo feliz que puede ser el ser humano cuando vive en respetuoso diálogo con la realidad. El mundo lo transforman los santos, no los políticos, y, en un sistema democrático como el nuestro, es preciso crear una mayoría entre los contratantes antes de exigir el cambio de las cláusulas del contrato. Debemos ser muy santos, y, por ello, muy felices, y mostrarnos así al mundo, para que muchos, movidos por nuestro ejemplo, vuelvan a echar el ancla en la realidad y miren de nuevo hacia la verdad. Ésa es nuestra tarea: la de la levadura en la masa. Y, hasta que no la realicemos, podremos desgañitarnos gritando desde los estrados: no van a hacernos caso. Y la culpa será nuestra, por no haber sabido comunicarnos adecuadamente con la sociedad real, no con la que añoramos.
José-Fernando Rey Ballesteros, pbro