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Los otros “trans” también tienen derechos
Hay frases absurdas que pueden adquirir carta de ciudadanía solo por repetición. Así, a propósito de la transexualidad, se habla de personas que no se reconocen o rechazan “el sexo que se les asignó en el nacimiento”. La idea de “sexo asignado” parece sugerir la cabezonería de unos padres, la arbitrariedad de un funcionario o el despiste de un médico que no se dio cuenta de lo que el bebé tenía entre las piernas. Pero evidentemente el sexo no se asigna, simplemente se reconoce.
Otra cosa es que alguien no se reconozca en el género correspondiente a su sexo biológico, lo que hasta ahora se consideraba un trastorno muy infrecuente denominado disforia de género. Pero, según los nuevos cánones antidiscriminación, diga lo que diga la biología, hay que reconocer el género con el que una persona se identifica, y negar esta posibilidad de cambio sería un atropello.
Pero si en esta cuestión la última palabra no la tiene la biología sino la autodeclaración, no se entiende por qué la capacidad de ser “trans” debe reducirse solo a la identidad sexual. En el nacimiento todo se nos impone, empezando por la venida al mundo. No elegimos nuestros padres ni nuestros hermanos, ni el lugar del nacimiento, ni el sexo, ni la nacionalidad, ni la raza, ni nuestras características físicas, que quedan al albur de la lotería genética; nuestro nombre, nuestra lengua, nuestra religión y nuestra crianza, van a depender de decisiones paternas, al menos hasta la mayoría de edad.
Pero es un dato de experiencia que muchos no están contentos con algunas de estas características que se les “asignaron” por nacimiento. Con la misma obstinación con que algunos adolescentes piden un tratamiento hormonal para el cambio de sexo, otros pedirían un cambio de padres pues no se entienden con los suyos. Y si la biología no cuenta para el género, ¿por qué va a contar para la filiación?
¿Y las posibilidades del “libre desarrollo de la personalidad”: hay algo más injusto que queden condicionadas por el país del nacimiento? Muchos centroamericanos, que huyen de la pobreza y de la violencia del país que les fue “asignado”, quieren que se reconozca su derecho a vivir en EE.UU. Se consideran atrapados en un país extraño y pobre, cuando en realidad se sienten ya estadounidenses. ¿Por qué no se reconoce su derecho a instalarse en EE.UU. igual que un trans americano exige poner el pie en el baño de señoras?
Desde luego, para el “transnacional” centroamericano el no poder permanecer en EE.UU. es causa de un sufrimiento mucho mayor que el del trans americano impedido de elegir baño en Carolina del Norte. Sin embargo, la misma Administración Obama que amenaza con cortar el grifo de la financiación federal a las escuelas que no se rindan a los deseos del alumno transexual, sigue deportando a niños centroamericanos que se sienten transnacionales.
También hay gente que se siente “transracial”. El año pasado dio mucho que hablar en EEUU el caso de Rachel Dolezal, una activista contra la discriminación racial que llegó a dirigir una sección local de la Asociación para el Avance de las Gentes de Color. El problema es que durante diez años Dolezal se hizo pasar por afroamericana, cuando en realidad era blanca. Tras descubrirse el engaño, Rachel aseguró que ella siempre se había sentido negra. De nada le sirvió. Fue acusada de “apropiación cultural” y de fraude, y tuvo que dimitir. Pero si hubiera dicho que se sentía hombre y se hubiera vestido como tal, todos habrían alabado su “coraje” y quizá hubiera tenido derecho a portada en Vanity Fair. A fin de cuentas, no había hecho menos esfuerzos que Caitlyn Jenner para crearse la imagen deseada. En sus fotos de juventud, Dolezal es blanca, y su cabello rubio le cae sobre los hombros. Hoy, luce una tez mucho más oscura y una electrizante cabellera afro rizada.
Paradójicamente, el movimiento trans nos retrotrae a una época en que la idea de mujer venía definida por su apariencia externa, como si el maquillaje, el peinado, o incluso un modo de vestir sexy pudiera cambiar una condición que está inscrita en cada célula del cuerpo humano. Esos estereotipos, que el feminismo denunció como una construcción social artificial, vuelven como marcas definitorias de la feminidad para satisfacer los deseos de algunos hombres que se sienten mujeres.
En cualquier caso, si no hay que dejarse condicionar por lo que a uno se le “asignó” en el nacimiento, aceptemos también los derechos de los otros trans, atrapados en una raza, una nacionalidad o una cultura en la que no se reconocen.
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