sábado, mayo 30, 2020

El tío Antonio, cura.



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Mi tío cura
. Hermano de mi madre, mi madre perdió a su madre a los dos años y desde los catorce cuidó de mi tío y de mi abuelo, criada entre hombres y obedeciendo siempre, pero mi madre es y ha sido rebelde. No renunció a formar su familia. El tío , suena a tópico, era muy bueno, muy delicado, catedrático de latín de los años 50, sabía sánscrito. Primero en el Instituto de Pamplona y luego en el de San Sebastián. En tiempos de pocos medios económicos, el tío que era muy listo, entró en el seminario de niño. Pero, aunque no hablé mucho de esto con él,era consciente y fiel a su vocación sacerdotal. Para mí fue un orgullo. Yo conocía a casi todos los curas amigos de mi tío desde muy pequeño, que me trataban estupendamente. Nunca me dieron miedo los curas y me parecieron unos tíos estupendos, ya han muerto casi todos. A los once años yo le acompañaba a dar largos paseos por Oyarzun traduciendo latín. Quería que fuese notario, acabé de catedrático. Era del real Madrid, excelente deportista de joven. Tío te quise y te quiero mucho. Gracias. Fuimos familia, padre , madre, abuelo y tío cura, ah y las gemelas.

Una oración por dFernando Ocáriz, el Prelado .

Hoy celebra su santo el prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz.
Os pedimos una oración por él 🙏🏼


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domingo, mayo 24, 2020

Camino, por d José Morales.










José Morales
Universidad de Navarra
Entiendo que las diferentes aproximaciones a Camino, elegidas para esta sesión académica, no pueden concebirse ni desarrollarse como visiones autónomas del libro. Deben tener en cuenta todas ellas la índole espiritual que lo impregna, y que es la clave para leerlo y comprenderlo.
Si algo demuestra esta edición es la naturaleza estrictamente espiritual de Camino, en su génesis, en su desarrollo dentro del alma del autor, y en su versión final. Tal carácter espiritual no se contradistingue, sin embargo, de sus dimensiones teológicas, en gran medida implícitas y latentes en todas las páginas.
Pero recomienda sobriedad y cautela intelectual a la hora de situar el libro en el marco de una reflexión teológica propiamente dicha. Con Camino las cosas han de ser siempre sencillas, si se quiere sintonizar bien con su naturaleza de libro religioso.
Esta edición nos permite leer Camino en varias dimensiones, y verlo como en pantalla gigante. Advertimos mejor que el autor no habla desde un pedestal, y ni siquiera desde un púlpito. Sino que escribe como un ser humano que hace confidencias «de amigo, de hermano, de padre» (Prólogo). El carismático y el hombre de todos los días viven en la misma persona.
Camino ha sido y es un acontecimiento del Espíritu, un “libro de fuego” de los que su autor deseaba escribir y en gran parte escribió, pero es sin duda el más representativo de todos los textos publicados hasta ahora, antes y después de su muerte.
Sólo la sencillez de un mensaje profundo, que se nutre del misterio trinitario vivido y experimentado –podríamos decir gustado– por el autor, puede explicar la difusión del libro, al margen de otras coyunturas y contingencias históricas más o menos favorables.
La historia cultural y religiosa nos enseña que los libros de mayor eco y repercusión en el pueblo cristiano no suelen ser obras formalmente teológicas. Si consideramos que Camino es uno de los grandes libros del siglo veinte, no conseguiríamos situar junto a él una obra de teología académica o un ensayo teológico que hayan alcanzado una difusión y una influencia semejantes.
Pero Camino no es una obra ajena a la teología, de modo que esta intervención no sólo está justificada, sino que es necesaria para apreciar el significado y los horizontes del libro. Lo espiritual y lo teológico hunden sus raíces, dentro de la Iglesia, en el mismo suelo, que es el Evangelio de Jesús. Puede haber así exposiciones históricas, catequéticas, o especulativas de la doctrina, y puede haber propuestas espirituales y operativas de lo cristiano, que son documentos sobre la práctica del Cristianismo. Pero esos géneros no se presentan ni actúan como compartimentos estancos, sino que son, por el contrario, mutuamente porosos. Forman unidad, porque sus elementos son comunes, y el impulso es el mismo.
El valor propiamente teológico de Camino se subordina a su valor espiritual, pero es un libro teológico, aunque no pueda ser llamado libro de teología.
Camino es un libro teológico porque se asienta en la coherencia y alta inteligibilidad del misterio cristiano que lo fundamenta. Su contenido permite entonces extraer líneas de reflexión teológica, que subyacen bajo lo que se dice de modo explícito, y que recorren como hilos unificadores capítulos que destacan por la gran variedad de los asuntos tratados.
En una entrevista publicada en Le Figaro (París) el l6 de mayo de l966(1) decía el autor de Camino: «No es un libro para los socios del Opus Dei solamente; es para todos, aun para los no cristianos»(2). El libro se abre desde dentro a una racionalidad que lo populariza, y que lo acerca a la «fe que busca entender», es decir, a la fe pensada, que es una de las descripciones más breves y precisas de la Teología.
Camino presta, desde Dios, un homenaje a la razón humana, sin someterse a ella en ningún momento ni hacerle concesiones indebidas. Actúa de modo parecido a como ha obrado la Iglesia, cuando ha distribuido el Credo en tres artículos, según las Personas divinas, en un orden comprensible, que no pretende escrutar el misterio de la Trinidad, pero sugiere la gran afinidad de la fe cristiana con la razón humana.
El autor no solamente no arrincona el intelecto creyente, sino que viene a sugerir con frecuencia, como los autores clásicos y modernos de la teología cristiana, que para creer hay que entender (intelligo ut credam), dando así lugar a un singular círculo hermenéutico, puesto que es también verdad que para entender hay que creer (credo ut intelligam).
«Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave»(3). Estas palabras subrayan el carácter central del estudio en la vida del cristiano, pero pueden y deben leerse también como una crítica de toda actitud fideísta, que separa la razón y la fe, y basa la creencia en los sentimientos y en la bondad del corazón.
Cuando Pedro Rodríguez aborda la exposición sintética de lo que llama articulación interna del orden de Camino en tres partes, reconoce, en primer lugar, la dificultad patente «de articular los capítulos de Camino, de encajarlos dentro de una sistemática teológica» y advierte que «el plan académico de las materias teológicas y los esquemas de los manuales fracasan a la hora de comprender la secuencia de un libro que, por otra parte, está lleno de intuiciones y sugerencias teológicas»(4).
Propone, sin embargo, un «esquema teológico de comprensión», que discierne en el libro tres momentos o asuntos fundamentales de largo desarrollo. Serían «seguir a Cristo», «caminar in Ecclesia», y ser «plenamente en Cristo». Cada uno de ellos aglutina en torno a sí contenidos sustanciales de la obra, y la secuencia de los tres temas permitiría interpretar Camino en un sentido ascensional. Camino, o el Camino, se presenta entonces como una subida, paso a paso, hacia la vida eterna a través del mundo y de la condición secular. La llamada de Dios es una llamada al cielo, pero incluye otros llamamientos intermedios e imprescindibles, que ocurren a lo largo de la vida, cuando se desarrolla la existencia temporal de la persona llamada.
Pienso que, a la vez, la comprensión teológica de Camino se facilita si lo consideramos construido en torno a dos núcleos, entendidos como dos centros –podemos pensar, si nos sirve la comparación, en los dos polos de una elipse–. Podrían ser, a mi juicio, la gloria y el amor de Dios, de un lado; y siempre en relación con éste un segundo centro, que es la gracia cristiana –la gracia de Cristo– como sanadora y elevante del hombre y de la mujer al nivel de su destino eterno.
Se trata de dos centros que siempre están en relación, porque es el amor divino el que tira del ser humano hacia arriba y hacia el fondo de sí mismo, a través de Jesucristo. Sursum vocant illum initia sua. Y con el hombre tira también hacia arriba de todo lo creado.
Creo que este modo de mirar Camino, uno entre los posibles, permite bien tomar al libro su pulso teológico. La realidad humana, y todo lo que depende de ella, parece hallarse en un continuo movimiento de expansión y de contracción, semejante a los ritmos de diástole y sístole propios del corazón humano. La humanidad tiende siempre a Dios, pero su condición caída la aparta siempre de Él. Es como un doble impulso permanente y contrario, que sólo la gracia de Cristo puede superar en lo que tiene de trágica hipoteca para la existencia humana.
Camino levanta acta de este hecho y brinda una salida. Esta salida no ha sido simplemente imaginada por el autor, ni responde a una concepción de la vida derivada sólo del pensamiento y la reflexión. Tiene que ver ante todo con la experiencia de una vida en la que Dios es lo primero y lo último, y en la que lo objetivo y lo subjetivo se anudan.
En este sentido, Camino se nos presenta como un libro teocéntrico, escrito como una respuesta personal al amor de Dios, y como un homenaje ardiente a la gloria divina. «No hay más amor que el Amor» (n. 4l7). No era ésta en el autor de Camino una afirmación libresca. Era por don del Cielo la respiración de su alma, y de ahí provenía su capacidad de trasmitir a otros ese amor.
José Luis Múzquiz, uno de los tres primeros fieles laicos del Opus Dei que recibieron la ordenación sacerdotal, rememora su primer encuentro con el Beato Josemaría en la Residencia de Ferraz, año 1935. Hablaron primero, brevemente, del horizonte de un apostolado de la profesión. «Inmediatamente después –escribe Múzquiz– el Padre me dijo: No hay más amor que el Amor: los otros son amores pequeños. Se veía que le salía del fondo del alma, de un alma enamorada de Dios. Los circuitos mentales que yo tenía terminaron entonces de fundirse»(5).
Y junto al Amor, la gloria divina. «Deo omnis gloria». —Para Dios toda la gloria(6). «El Deo omnis gloria... es una de las palabras más antiguas y habituales en los labios y en la pluma de Escrivá para expresar la radicalidad de la vida cristiana, y en concreto de la vida cristiana en el mundo. Es una síntesis teo-lógica de la doxología final del Canon romano»(7).
Preguntado en cierta ocasión sobre la virtud que juzgaba la más determinante en la vida y en la persona del Beato Josemaría, su sucesor Álvaro del Portillo respondió inmediatamente y sin dudarlo un instante que esa virtud era el amor de Dios, y añadió: un amor intenso y ardiente.
Naturalmente, el teocentrismo de Camino relativiza lo terreno, pero no coloca al mundo creado entre paréntesis, y mucho menos lo absorbe. Tampoco cuestiona la validez en sí de lo que entendemos normalmente por mundo, no en sentido cosmológico sino como conjunto de realidades humanas construidas y desarrolladas en el tiempo.
Es aquí donde se inserta, a mi juicio, la gracia cristiana en la dinámica de Camino. Esa gracia es un don, pero se trata de un don relacional, porque, aparte de Jesucristo (que es la Gracia misma), no existe como algo en sí, sino haciendo referencia al hombre y a la mujer que la reciben. La reciben para trasformarse libremente, y según toda su humanidad espiritual y somática, en templos vivos de Dios, sin dejar de ser ellos mismos. Aquí entra en juego, en la visión de Camino, una idea de la criatura racional, según la cual lo humano y lo cristiano se encuentran en una misteriosa relación de continuidad/discontinuidad.
Se encuentra implícita la fuerza expansiva del principio teológico de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva y perfecciona. Gratia non tollit naturam, sed perficit. Sólo con la gracia de Dios «aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo», leemos en el punto 56. Pero la materia prima preexiste. Es el hombre mismo creado por Dios, el hombre que, aunque es un ser caído, no ha perdido su condición de imagen divina.
La caridad que se despliega y se realiza de modo práctico en los actos virtuosos necesita un soporte natural para desarrollarse. Y a la inversa, no hay ningún don infuso que no tenga una base en cualidades naturales de quien lo recibe. La dinámica de las ideas y de las vivencias que han construido Camino lleva a afirmar, en mi opinión, el principio siguiente: cuanto más humano el hombre, más cristiano; y viceversa: cuanto más cristiano, más humano. Esto es en realidad un trasunto fiel de una crucial afirmación cristológica, según la cual, Jesucristo es cuanto más divino, más humano, y cuanto más humano, más divino.
Pienso haber señalado algunas de las razones que autorizan a entender Camino como un libro teológico, considerado siempre en su marco propio de texto espiritual. Así la teología, hecha espíritu y religión cristiana desnuda, se convierte en una lanza que hiere y sana.
Notas
(1)Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 36, 17ª ed., Rialp, Madrid 1989.
(2)Cit. en la edición crítica, p. 173.
(3)Camino, 336; edición crítica, p. 504s.
(4)Edición crítica, p. l84.
(5)Edición crítica, p.571.
(6)Camino, 780, inicio.
(7)Edición crítica, p. 857.
Camino ha sido y sigue siendo para mí un libro de cabecera, Morales siempre dice cosas muy interesantes.

"Aquí Pasó" (10): La Ascensión

martes, mayo 19, 2020

Navarro Valls; Juan Pablo II, el grande,



Wojtyla, el Grande; por Rafael Navarro-Valls, catedrático y académico.

El día 18 de mayo de 2020 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Rafael Navarro-Valls en el cual el autor, en el centenario de su nacimiento, recuerda la figura del Papa Juan Pablo II.

WOJTYLA, EL GRANDE
Cuando en su quinta visita a Polonia (14 de agosto de 1991), Juan Pablo II se acercó a Wadowice recordó con emoción -y alguna lágrima- su niñez, su juventud y la importancia de sus padres en su formación. Había nacido en ese pequeño pueblo polaco el 18 de mayo de 1920. Ahora se cumple el centenario.
La reacción mundial ha sido de admiración hacia su figura. El Papa Francisco acaba de escribir en colaboración un libro sobre él (San Giovanni Paolo Magno), la Conferencia Episcopal polaca lo ha propuesto como Doctor de la Iglesia y Patrón de Europa, una avalancha de publicaciones en torno al Papa polaco inunda las librerías de medio mundo, varias películas analizan su vida, los expertos y los archivos soviéticos muestran que -aparte del pistoletazo de Ali Agca- entre tres y cinco veces se prepararon atentados contra su vida. Es curioso que la Browning HP CAL de 9 mm, con cargador de treces balas, utilizada por el pistolero, se encasquilló al intentar el tercer disparo contra el Papa. La pistola está hoy en el Museo de la Casa Familiar de Juan Pablo II, en Wadowice. Agca disparó dos veces al Papa y luego el arma se atascó. Mientras escapaba, el terrorista trató de disparar al policía que corría detrás de él y a la hermana Letizia Giudici, que le bloqueó la huida. Afortunadamente, el arma seguía encasquillada.
En fin, dentro de unos días comienza el proceso de canonización de sus padres, lo cual -salvo el caso de Santa Teresa del Niño Jesús- ocurre pocas veces en la historia de la Iglesia.
Tuve el honor de ser recibido en dos ocasiones por San Juan Pablo II. La primera en su Biblioteca privada, la segunda en la Nunciatura de Madrid con mi familia. El 7 de abril de 1990 asistí a su misa en el pequeño oratorio donde pasaba horas rezando. Preparaba el viaje a Checoslovaquia invitado por Vaclav Havel. Había convocado a parte de los obispos de ese país, que llenaban el pequeño oratorio del Papa (unas 15 personas). Al concluir la ceremonia llamó a Joaquín Navarro-Valls, su portavoz, -que me acompañaba- para despachar cuestiones de gobierno. Yo me puse lo bastante lejos para guardar las formas y lo suficientemente cerca para escucharlo todo. El día anterior Balduino de Bélgica había dimitido para no firmar la ley de aborto aprobada por el Parlamento. El Papa estaba preocupado por el rey. Interpeló a su portavoz : “Habría que hacer algo para apoyar ese gesto valiente del rey”. El Director de la Sala de Prensa se puso en marcha y al día siguiente firmas importantes de Europa y América glosaban positivamente el acontecimiento.
En sus casi 27 años de pontificado Juan Pablo II hizo un total de 240 viajes: 104 fuera de Italia y 146 efectuados en la propia Italia. Traducido a kilómetros: un millón 247 mil 613 kilómetros, o 3,24 veces la distancia de la Tierra a la Luna. Dos preguntas son evidentes: ¿Por qué viajaba tanto?, ¿qué frutos producían esos viajes? Dos anécdotas tal vez lo expliquen. Una mañana de enero de 1990, un niño de 11 años le preguntó: ¿Por qué estás siempre viajando por el mundo? El Pontífice polaco respondió: “El Papa viaja tanto porque no todo el mundo está aquí”. Es decir la clara comprensión de que no todos los factores culturales, intelectuales y morales son los que aquí existen. Como observó Le Monde: “Ninguna consideración, ni médica ni política parece retener a un Papa más dispuesto que nunca a acudir allí donde su presencia es deseada”.
La segunda pregunta apunta no a cantidades sino a calidades. ¿Qué queda de cada viaje que hizo? Esto mismo pregunté a un cercano colaborador del Papa. Su punto de vista era que, por un lado, está lo que Juan Pablo II hacía y decía. Por otro, lo que con su presencia ocurre en cada lugar: lo que mi interlocutor llamó “el programa exclusivo de Dios”. Un ejemplo. En Kisangani, a orillas del río Congo, en una noche de calor sofocante y al final de una jornada agotadora, esa persona preguntó a un joven misionero, envejecido por la malaria y el trabajo: “¿Valía la pena que viniera el Papa aquí unas horas?”. “No puedo hacer un balance global -contestó su interlocutor-, pero aunque solamente quedara el bien que ha hecho a mi alma estar con el Papa, ya estaría justificado su viaje hasta Kisangani”.
Otros resultado colaterales tardan en verse. Por ejemplo, el 28 de enero de 1999 el Papa estaba en Missouri. Allí se enteró de que, pocos día después, sería ejecutado Darrel Mease, un veterano de Vietnam condenado a muerte. Nada dijo el Papa públicamente, aunque privadamente hizo llegar al Gobernador -que no era católico- su súplica de que indultara al condenado. Con gran sencillez, en la Catedral de San Luis, al pasar junto al Gobernador se inclinó y le susurró: “Have mercy on Mr. Mease” (Tenga misericordia del Sr. Mease). Con idéntica brevedad el Gobernador contestó: “I Will do it” (Lo haré). Y lo hizo.
En mi opinión, la mejor definición del Papa no ha salido de medios eclesiásticos sino mediáticos. Gianni Pasquarelli, director general de la RAI, en un almuerzo con Juan Pablo II, en septiembre de 1990, calificó su etapa en la Sede Apostólica como “un pontificado de certezas”. Las muchedumbres que se acercaban a él, tanto en la plaza de San Pedro como en sus muchos viajes, lo veían como un faro seguro en las tensiones doctrinales y civiles que encuadraron el tercio de siglo en que gobernó la Iglesia.
Por ejemplo, su encíclica Fides et ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. La época en que vivió -en eso no hemos cambiado mucho- convirtió al sujeto racional en sujeto económico. Juan Pablo II intentó recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Devolvió al hombre de hoy la esperanza de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes. Defendió, frente al extendido relativismo, la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.
Cuando la revista Time lo eligió hombre del año en 1994 y el semanario Newsweek hizo idéntica nominación en 1996, subrayaron el liderazgo de Juan Pablo II en la lucha por los derechos humanos. Juan Pablo II hablaba de las exigencias “de un corazón nuevo” capaz de promover la auténtica dignidad del hombre, como un camino “para encontrar una resolución pacífica de las situaciones más complejas”. Su oposición casi en solitario a las guerras del Golfo e Irak iban en esa línea. Al igual que cuando condenó ante la puerta de Brandeburgo las dos dictaduras que la hicieron de escenario de sus paradas militares o la convirtieron en un muro. Un diario tan poco sospechoso de clericalismo como La Repubblica lo calificó de “portavoz planetario de los derechos humanos”.
Pensemos en el episodio más importante en derechos humanos del siglo XX: la liberación de los países del Este a partir de 1989. El 3 de marzo 1992, Gorbachov escribió en La Stampa de Turín un artículo muy elogioso del Papa, explicando la gran influencia que había tenido en los cambios del Este europeo. El director y el subdirector del periódico consiguieron que el Papa los recibiera para hablarle del artículo.
Entre otras cosas, Juan Pablo II les dijo que Gorbachov habla en su artículo del “papel político” que desempeñó el Papa en el escenario mundial. San Juan Pablo II matizó que “no se puede hablar de un papel político en sentido estricto”. La misión del Papa -continuó- “es predicar el Evangelio, pero en él se encuentra el hombre y por tanto sus derechos humanos”. No fue, pues lo que ocurrió en 1989 una supuesta Santa Alianza (como escribió Carl Bernstein, uno de los periodistas del Watergate) entre Reagan y Juan Pablo II para eliminar el comunismo. Fue la aplicación al orden socio-moral de su inmensa fe en los derechos humanos. También intervinieron los propios dirigentes soviéticos, pues no hay que olvidar que la palabra perestroika, entre otras cosas, significa conversión. El falso humanismo del socialismo real se desplomó por su propio peso, por sus errores y abusos.
Recordar el centenario de un Papa al que se ha apodado Grande, es también recordar que si hoy los Gobiernos han llegado a la conclusión de que no se puede gobernar sin referencias éticas, su figura se alza como un fuerte ejemplo y un gran estímulo para lograr esa conversión.

lunes, mayo 18, 2020

San Juan Pablo II 100 años. Carta de Papa Benedicto.



Benedicto XVI Y Juan Pablo II, Alemania 1996 © Vatican Media

Carta de Benedicto XVI en el centenario de Juan Pablo II

El mensaje del santo sobre la misericordia
(zenit – 15 mayo 2020).- “A lo largo de su vida, el papa buscó apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana, que es la doctrina de la salvación, y ayudar a otros a apropiarse de ella. A través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para cada individuo”, destaca Benedicto XVI sobre el mensaje de Juan Pablo II.
Con motivo del centenario del nacimiento de san Juan Pablo II, que tendrá lugar el próximo lunes 18 de mayo, el papa emérito ha enviado una carta a la Conferencia Episcopal Polaca en torno a la trascendencia de la figura del papa de dicho país.
“La misericordia es para todos”
“Gracias a Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para todos”, recuerda el Papa emérito, y “todos deben saber que la misericordia de Dios al final se revelará más fuerte que nuestra debilidad”.
“Aquí debemos encontrar la unidad interior del mensaje de Juan Pablo II y las intenciones fundamentales del Papa Francisco: al contrario de lo que se dice a veces, Juan Pablo II no es un rigorista moral”, prosigue.
Signo de esperanza y confianza
Demostrando la importancia esencial de la misericordia divina, el santo “nos da la oportunidad de aceptar las exigencias morales impuestas al hombre, aunque nunca podamos satisfacerle plenamente. Nuestros esfuerzos morales se emprenden a la luz de la misericordia de Dios, que se revela como una fuerza que cura nuestra debilidad”, explica Benedicto XVI.
Además, en la misiva subraya que “es cierto que el poder y la bondad de Dios se hicieron visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la Iglesia sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de esperanza y confianza”.
A continuación, sigue la carta completa del papa emérito, proporcionada por el episcopado polaco.
***
Para el centenario del nacimiento del santo papa Juan Pablo II (18 de mayo de 2020)
El 18 de mayo, se cumplirán 100 años desde que el papa Juan Pablo II nació en la pequeña ciudad polaca de Wadowice.
Polonia, dividida durante más de 100 años por las tres grandes potencias vecinas – Prusia, Rusia y Austria –, había recuperado su independencia al final de la Primera Guerra Mundial. Fue una época llena de esperanza, pero también de dificultades, ya que la presión de las dos grandes potencias, Alemania y Rusia, siguió pesando sobre el Estado que se estaba reorganizando. En esta situación de angustia, pero sobre todo de esperanza, creció el joven Karol Wojtyla, que perdió muy pronto a su madre, a su hermano y, finalmente, a su padre, de quien había aprendido una piedad profunda y cálida. El joven Karol era particularmente apasionado de la literatura y el teatro, y después de estudiar para sus exámenes de secundaria, comenzó a dedicarse más a estas materias.
“Para evitar la deportación, en el otoño de 1940, comenzó a trabajar en una cantera que pertenecía a la fábrica química de Solvay” (cf. Don y Misterio). “En Cracovia, había ingresado en secreto en el Seminario. Mientras trabajaba como obrero en una fábrica, comenzó a estudiar teología con viejos libros de texto, para poder ser ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946” (cf. Ibid.). Por supuesto, no solo estudió teología en los libros, sino también a partir de la situación específica que pesaba sobre él y su país. Es una especie de característica de toda su vida y su trabajo. Estudia con libros, pero experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso. Para él, como joven obispo – obispo auxiliar desde 1958, arzobispo de Cracovia desde 1964 – el Concilio Vaticano II se convirtió en una escuela para toda su vida y su trabajo. Las grandes preguntas que surgieron especialmente sobre el llamado Esquema 13 – luego Constitución Gaudium et Spes – fueron sus preguntas personales. Las respuestas desarrolladas en el Concilio le mostraron el camino a seguir para su trabajo como obispo y luego como Papa.
Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una situación desesperada. Las deliberaciones del Concilio se presentaban al público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía privarla de su certeza indudable e inviolable. Un pastor bávaro, por ejemplo, comentando la situación, decía: «Al final, hemos acogido una fe falsa». Esta sensación de que no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, fue alimentada por la forma en que se implementó la reforma litúrgica. Al final, todo parecía factible en la liturgia. Pablo VI había cerrado el Concilio con energía y determinación, pero luego, una vez terminado, se vio confrontado con más asuntos, siempre más urgentes, lo que finalmente puso en tela de juicio a la Iglesia misma. Los sociólogos compararon la situación de la Iglesia en ese momento con la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa estructura del Estado finalmente se derrumbó en un intento de reformarla.
Una tarea que superaba las fuerzas humanas esperaba al nuevo Papa. Sin embargo, desde el primer momento, Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Primero lo hizo con el grito del sermón al comienzo de su pontificado: “¡No tengan miedo! ¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!” Este tono finalmente determinó todo su pontificado y lo convirtió en un renovado liberador de la Iglesia. Esto estaba condicionado por el hecho de que el nuevo Papa provenía de un país donde el Concilio había sido bien recibido: no el cuestionamiento de todo, sino más bien la alegre renovación de todo.
El Papa ha viajado por el mundo en 104 grandes viajes pastorales y proclamó el Evangelio en todas partes como una alegría, cumpliendo así su obligación de defender el bien, de defender a Cristo.
En 14 encíclicas, volvió a exponer completamente la fe de la Iglesia y su doctrina humana. Inevitablemente, al hacerlo, provocó oposición en las iglesias del Occidente llenas de dudas.
Hoy, me parece importante enfatizar sobre todo el verdadero centro desde el cual debe leerse el mensaje de sus diferentes textos. Este centro vino a la atención de todos nosotros en el momento de su muerte. El Papa Juan Pablo II murió en las primeras horas de la nueva fiesta de la Divina Misericordia. Permítanme agregar primero un pequeño comentario personal que revela un aspecto importante del ser y el trabajo del Papa. Desde el principio, Juan Pablo II se sintió profundamente conmovido por el mensaje de Faustina Kowalska, una monja de Cracovia, que destacó la Divina Misericordia como un centro esencial de la fe cristiana y deseaba una celebración con este motivo. Después de todas las consultas, el Papa había escogido el domingo in albis. Sin embargo, antes de tomar la decisión final, le pidió a la Congregación de la Fe su opinión sobre la conveniencia de esta fecha. Dijimos que no porque pensamos que una fecha tan antigua y llena de contenido como la del domingo in albis no debería sobrecargarse con nuevas ideas. Ciertamente no fue fácil para el Santo Padre aceptar nuestro no. Pero lo hizo con toda humildad y aceptó el no de nuestro lado por segunda vez. Finalmente, hizo una propuesta dejando el histórico domingo in albis, pero incorporando la Divina Misericordia en su mensaje original. En otras ocasiones, de vez en cuando, me impresionó la humildad de este gran Papa, que renunció a las ideas de lo que deseaba porque no recibió la aprobación de los organismos oficiales que, según las reglas clásicas, había de consultar.
Mientras Juan Pablo II vivió sus últimos momentos en este mundo, la Fiesta de la Divina Misericordia acababa de comenzar tras la oración de las primeras vísperas. Esta celebración iluminó la hora de su muerte: la luz de la misericordia de Dios se presenta como un mensaje reconfortante sobre su muerte. En su último libro, Memoria e Identidad, publicado en la víspera de su muerte, el Papa resumió una vez más el mensaje de la Divina Misericordia. Señaló que la hermana Faustina murió antes de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero que ya había dado la respuesta del Señor a este horror insoportable. Era como si Cristo quisiera decir a través de Faustina: “El mal no obtendrá la victoria final. El misterio pascual confirma que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte y que el amor triunfará sobre el odio”.
A lo largo de su vida, el Papa buscó apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana, que es la doctrina de la salvación, y ayudar a otros a apropiarse de ella. A través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para cada individuo. Aunque este centro de la existencia cristiana solo nos lo da la fe, también es importante filosóficamente, porque si la misericordia de Dios no es un hecho, debemos encontrar nuestro camino en un mundo donde el poder último del bien contra el mal es incierto. Después de todo, más allá de este significado histórico objetivo, es esencial que todos sepan que, al final, la misericordia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad. Además, en esta etapa actual, también se puede encontrar la unidad interior entre el mensaje de Juan Pablo II y las intenciones fundamentales del Papa Francisco: Juan Pablo II no es un rigorista moral, como algunos lo intentan dibujar en parte. Con la centralidad de la misericordia divina, nos da la oportunidad de aceptar el requerimiento moral del hombre, aunque nunca podemos cumplirlo por completo. Sin embargo, nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la divina misericordia, que resulta ser una fuerza curativa para nuestra debilidad.
Cuando murió el Papa Juan Pablo II, la Plaza de San Pedro estaba llena de personas, especialmente jóvenes, que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar el momento en que Mons. Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre todo, el momento en que la gran campana de San Pedro repicó, hizo que este mensaje resultara inolvidable. El día del funeral, había muchas pancartas diciendo “¡Santo subito!”. Eso fue un grito que, de todos lados, surgió a partir del encuentro con Juan Pablo II. No solo en la plaza, sino también en varios círculos intelectuales, se discutió la idea de darle el título de “Magno” a Juan Pablo II.
La palabra “santo” indica la esfera de Dios y la palabra “magno” la dimensión humana. Según el reglamento de la Iglesia, la santidad puede ser reconocida por dos criterios: las virtudes heroicas y el milagro. Los dos criterios están estrechamente vinculados. La expresión “virtud heroica” no significa una especie de hazaña olímpica; al contrario, en y a través de una persona se revela algo que no proviene de él, sino que se hace visible la obra de Dios en y a través de él. No es una competencia moral de la persona, sino renunciar a la propia grandeza. El punto es que una persona deja que Dios trabaje en ella, y así el trabajo y el poder de Dios se hacen visibles a través de ella.
Lo mismo se aplica a la prueba del milagro: aquí tampoco se trata de un evento sensacional sino de la revelación de la bondad de Dios que cura de una manera que va más allá de las meras posibilidades humanas. El santo es un hombre abierto a Dios e imbuido de Dios. El que se aleja de sí mismo y nos deja ver y reconocer a Dios es santo. Verificar esto legalmente, en la medida de lo posible, es el significado de los dos procesos de beatificación y canonización. En los casos de Juan Pablo II, ambos procesos se hicieron estrictamente de acuerdo a las reglas aplicables. Por lo tanto, ahora se nos presenta como el padre que nos deja ver la misericordia y la bondad de Dios.
Es más difícil definir correctamente el término “magno”. Durante los casi 2.000 años de historia del papado, el título “Magno” solo prevaleció para dos papas: León I (440-461) y Gregorio I (590-604). La palabra “magno” tiene una connotación política en ambos, en la medida en que algo del misterio de Dios mismo se hace visible a través de la actuación política. A través del diálogo, León Magno logró convencer a Atila, el Príncipe de los Hunos, para que perdonara a Roma, la ciudad de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo. Desarmado, sin poder militar o político, sino por el solo poder de la convicción por su fe, logró convencer al temido tirano para que perdonara a Roma. El espíritu demostró ser más fuerte en la lucha entre espíritu y poder.
Aunque Gregorio I no tuvo un éxito tan espectacular, también logró proteger a Roma contra los lombardos, de nuevo al oponerse el espíritu al poder y alcanzar la victoria del espíritu.
Si comparamos la historia de los dos Papas con la de Juan Pablo II, su similitud es evidente. Juan Pablo II tampoco tenía poder militar o político. Durante las deliberaciones sobre la forma futura de Europa y Alemania, en febrero de 1945, se observó que la opinión del Papa también debía tenerse en cuenta. Entonces Stalin preguntó: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Es claro que el Papa no tiene divisiones a su disposición. Pero el poder de la fe resultó ser un poder que finalmente derrocó el sistema de poder soviético en 1989 y permitió un nuevo comienzo. Es indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en el derrumbe del poder comunista. Así que la grandeza evidente en León I y Gregorio I es ciertamente visible también en Juan Pablo II.
Dejamos abierto si el epíteto “magno” prevalecerá o no. Es cierto que el poder y la bondad de Dios se hicieron visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la Iglesia sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de esperanza y confianza.
Querido San Juan Pablo II, ¡ruega por nosotros!
Benedicto XVI
Ciudad del Vaticano, 4 de mayo del 2020

miércoles, mayo 13, 2020

Nuestra Señora de Fátima.


Salve Reina,
Bienaventurada Virgen de Fátima,
Señora del Corazón Inmaculado,
refugio y camino que conduce a Dios.
Peregrino de la Luz que procede de tus manos,
doy gracias a Dios Padre que, siempre y en todo lugar, interviene en nuestra historia !!! Bendecido día, espero, deseo y rezo para que estéis bien.  ( Mercedes Macia)







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jueves, mayo 07, 2020

Aréchaga y las Iglesias llenas ??



Aréchaga es una referencia para mí, siempre.https://elsonar.aceprensa.com/el-riesgo-de-las-iglesias-llenas/?fbclid=IwAR2b7Uf6zk5k98PSpBW5Pg7HG_pA6hWg1xkeLoG9Xv5A4rcwyL42vts6-es



El riesgo de las iglesias llenas

Se decía que la Iglesia estaba perdiendo a sus fieles y que los templos estaban vacíos. Pero ahora surge la polémica por el temor de que se llenen demasiado y las Misas puedan ser un foco de contagio en la progresiva desescalada tras el confinamiento. ¿Vale la pena el riesgo?
La verdad es que también nos “arriesgamos” todos los días cuando vamos al supermercado, a la farmacia, al metro y a partir de ahora a las peluquerías. Y el pasado domingo en Madrid había más aglomeraciones de corredores y ciclistas a las 9 de la mañana que la que solía haber antes a la salida de la misa de 11. Pero si se levanta una polémica sobre la asistencia a misa es porque, en el fondo, no se considera un servicio esencial en la sociedad de hoy. Al menos no tan necesario como hacer deporte o dar un paseo.
En Italia, la controversia ha surgido cuando el gobierno de Giuseppe Conte, al detallar los pasos para la vuelta a la normalidad, ha autorizado la celebración de funerales en un estrecho ámbito familiar, pero no ha mencionado ninguna fecha para la recuperación de las misas con pueblo. Los obispos, que lo habían reclamado, sacaron un firme comunicado en el que declaraban que “no podían aceptar que el ejercicio del libertad de culto quedara comprometido”.
Conmoción en el gobierno, necesitado de todos los apoyos, y que contaba con una Iglesia dócil y silenciosa hasta el momento. Recurso al Papa Francisco, que echa un capote a Conte, pidiendo en público “la gracia de la prudencia y de la obediencia a las disposiciones”. Diálogo telefónico entre Conte y el presidente de la Conferencia Episcopal para clarificar las cuestiones. Se entierra el hacha de guerra y el presidente de los obispos expresa su alivio “por haber llegado a unas líneas de acuerdo que permitirá, sobre la base de la evolución de curva epidemiológica, reanudar las misas con pueblo”. Pero no se dice nada de lo acordado, todo es cuestión de fe.
Para justificar el aplazamiento de las misas, el gobierno italiano ha alegado que entre los fieles hay una gran parte de personas mayores, y que reunirlos en las iglesias les expondría a “un riesgo enorme” en estos momentos. Quizá si las autoridades hubieran actuado con las mismas precauciones en las residencias de mayores no se habrían convertido en un campo minado para los ancianos. Pero parece que hoy guardar la distancia de seguridad entre los fieles y las iglesias se ha convertido en el principio de precaución laico.
La polémica ha sido más viva en Italia, pero también está presente en otros países donde la cuarentena ha obligado a apartar a los fieles de las iglesias. Las misas en streaming han sido un recurso para sostener la piedad de los fieles. Pero el peligro es que se tome la misa virtual como una alternativa a la asistencia a la real. Así lo advertía el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, en una reciente entrevista: “No podemos acostumbrarnos a esto, Dios está encarnado, es de carne y hueso, no es una realidad virtual. También es muy engañoso para los sacerdotes. En la misa, el sacerdote tiene que mirar a Dios. En lugar de eso se le está acostumbrando a mirar a la cámara, como si fuera un espectáculo”.
La paranoia higienista ha llevado a hacer propuestas peregrinas para la comunión dentro de la “nueva normalidad”. “Para evitar el contagio –se lee en el diario La Stampa– se está pensando en una comunión ‘hágalo usted mismo’ con hostias ‘para llevar’ previamente consagradas por el sacerdote, que se cerrarían en bolsas individuales de plástico”. El cardenal Sarah replica: “Dios merece respeto, no puedes meterlo en una bolsa. No sé quién pensó ese absurdo, pero aunque la privación de la Eucaristía es ciertamente un sufrimiento, no se puede negociar sobre el modo de comulgar. Comulgamos de manera digna, dignos del Dios que viene a nosotros. La eucaristía debe ser tratada con fe, no podemos tratarla como un objeto trivial, no estamos en el supermercado”.
El mismo cardenal Sarah recuerda que, incluso si no es posible celebrar Misas públicamente, «los fieles pueden pedir ser confesados y recibir la comunión».
En la medida en que el culto se reduce a escala humana, uno puede conformarse con la misa virtual. Teletrabajo, telescuela, Netflix, y un toque de espiritualidad a distancia los domingos. “Quédate en casa” y así no te pones en riesgo. En Italia, el comité científico que asesora al gobierno quería incluso que antes de entrar en las iglesias se tomara la temperatura a los fieles con el termómetro frontal, como si fuera el estado de gracia para comulgar. Luego se abandonó la idea por impracticable, pero indica su convicción de que toda precaución es poca para poner un pie en la iglesia.
En España en la fase 1 de la desescalada se prevé que en los lugares de culto haya una limitación de aforo del 30%. Se ve que los obispos han sido menos convincentes que los del gremio de hostelería, que han logrado un aforo del 50% en las terrazas.
Existe un riesgo de contagio en las iglesias, como lo hay en los bares o en el transporte público. Pero los párrocos y los feligreses saben también cómo reducirlo y evitarlo, y son los primeros interesados en lograrlo. También es distinta la situación en una catedral que en un templo en un bajo o que en una iglesia de pueblo. Así que en vez de fijar un aforo único más vale confiar en la prudencia de los responsables.
El riesgo es que algunos gobiernos aprovechen la situación de excepcionalidad para dictar a las confesiones religiosas el modo de ejercer sus funciones dentro de una nueva normalidad. Hoy puede ser el aforo, mañana la edad de los participantes, en el futuro las líneas rojas en la predicación para adaptarse a las leyes civiles. El filósofo italiano Marcello Pera, ex presidente del Senado, advierte aquí un efecto de la secularización en el modo de ver a la Iglesia: “Si, por su ‘bien’, confían al Estado las decisiones en materia eclesial, entonces el Estado reduce a la Iglesia solo a su dimensión institucional pública, y la Iglesia se adapta a esta representación”. El Estado se siente así autorizado para tratar a la Iglesia como a cualquier otro organismo secular.
Puestos a guardar la distancia social, también sería bueno mantenerla entre la Iglesia y el Estado, de modo que cada uno se quede en su terreno.