Estás en un blog espumoso, intimista, paradójico; de lo humano y de lo divino. No soy mejor que tú...
Me propongo hablar a la cara y que me hables a la cara, sin caretas, sin retorno, a quemarropa... blog del Profesor Tirapu
Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”. (Camino, 961)
Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío -¡nunca le acabo de conocer bien!- que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van –inseguras, con zozobras– por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.
Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel de panal.
En la personal intimidad, en la conducta externa; en el trato con los demás, en el trabajo, cada uno ha de procurar mantenerse en continua presencia de Dios, con una conversación -un diálogo- que no se manifiesta hacia fuera. Mejor dicho, no se expresa de ordinario con ruido de palabras, pero sí se ha de notar por el empeño y por la amorosa diligencia que pondremos en acabar bien las tareas, tanto las importantes como las menudas. (Amigos de Dios, 18-19)
El espíritu de mortificación, más que como una manifestación de Amor, brota como una de sus consecuencias. Si fallas en esas pequeñas pruebas, reconócelo, flaquea tu amor al Amor. (Surco, 981)
Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan! (Amigos de Dios, 138)
Un joven universitario se sentó en el tren frente a un señor de edad, que devotamente pasaba las cuentas del rosario. El muchacho, con la arrogancia de los pocos años y la pedantería de la ignorancia, le dice: “Parece mentira que todavía cree usted en esas antiguallas…”. “Así es. ¿Tú no?”, le respondió el anciano. “¡Yo! –dice el estudiante lanzando una estrepitosa carcajada–. Créame: tire ese rosario por la ventanilla y aprenda lo que dice la ciencia”. “¿La ciencia? –pregunta el anciano con sorpresa–. No lo entiendo así. ¿Tal vez tú podrías explicármelo?”. “Deme su dirección –replica el muchacho, haciéndose el importante y en tono protector–, que le puedo mandar algunos libros que le podrán ilustrar”.
El anciano saca de su cartera una tarjeta de visita y se la alarga al estudiante, que lee asombrado: “Louis Pasteur. Instituto de Investigaciones Científicas de París”. El pobre estudiante se sonrojó y no sabía dónde meterse. Se había ofrecido a instruir en la ciencia al que, descubriendo la vacuna antirrábica, había prestado, precisamente con su ciencia, uno de los mayores servicios a la humanidad. Pasteur, el gran sabio que tanto bien hizo a los hombres, no ocultó nunca su fe ni su devoción a la Virgen. Y es que tenía, como sabio, una gran personalidad y se consideraba consciente y responsable de sus convicciones religiosas.
Estos son los frutos sabrosos del alma mortificada: comprensión y transigencia para las miserias ajenas; intransigencia para las propias. (Camino 198)
Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.
La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos. (Amigos de Dios, 138)
Esta es la receta para tu camino de cristiano: oración, penitencia, trabajo sin descanso, con un cumplimiento amoroso del deber. (Forja, 65)
Y por si no se te ocurre ahora cómo responder concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. (Amigos de Dios, 138)
Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. –Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. ¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien! Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos. (Camino, 267)
Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios –pocas, pero constantes, insisto–, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo.
Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad–, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído –por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio– la perseverancia fiel en el trabajo.
Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles. Estamos vacíos, y quizá empezamos a soñar con nuevos planes, para acallar la voz de nuestro Padre del Cielo, que reclama una total lealtad. Y con una pesadilla de grandezas en el alma, echamos en olvido la realidad más cierta, el camino que sin duda nos conduce derechos hacia la santidad: clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad. (Amigos de Dios, n. 150)
Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad. Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios? (Forja, 987)
Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará –insisto– a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas –luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional–, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios. (Forja, 740)
Cuando se trabaja por Dios, hay que tener “complejo de superioridad”, te he señalado. Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? –¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza. (Forja, 342)
En esta carta pastoral, el prelado del Opus Dei nos invita a reflexionar sobre algunos aspectos de la alegría, al hilo de las enseñanzas de san Josemaría.
🎙 Escucha la lectura de la carta del prelado del Opus Dei (10 min.)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
1. En esta breve carta –recogiendo la sugerencia que me hizo hace pocas semanas una hermana vuestra–, he pensado reflexionar con vosotros sobre algunos pocos aspectos de la alegría, sobre todo meditando palabras de san Josemaría.
La alegría, en general, es efecto de la posesión y experiencia del bien y, dependiendo del tipo de bien, hay diversas intensidades y permanencias de la alegría. Cuando la alegría no es consecuencia de la experiencia puntual del bien, sino del conjunto de la propia existencia, se la suele considerar felicidad. En todo caso, la alegría y felicidad más profunda es la que tiene su principal raíz en el amor.
Son tiempos difíciles en el mundo y en la Iglesia (y la Obra es una pequeña parte de la Iglesia). En realidad, de un modo u otro, todos los tiempos han tenido sus luces y sus sombras. También por esto es especialmente necesario fomentar una actitud alegre. Siempre y en cualquier circunstancia, podemos y debemos estar contentos, porque así lo quiere el Señor: «Que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11). Lo dijo a los apóstoles y, en ellos, a todos los que vendríamos después; por eso, «la alegría es condición propia de la vida de los hijos de Dios»[1].
Por el contrario, «la tristeza es un vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, que a su vez no es un vicio especial, sino la raíz general de ellos»[2]. Puede sorprender esta afirmación de santo Tomás, si pensamos, por ejemplo, en el sufrimiento ante la muerte de una persona amada. En realidad, esa situación no llevaría necesariamente tristeza en ese sentido, sino dolor, que no es lo mismo. De hecho, es experiencia común que no todo dolor ni toda renuncia originan tristeza, especialmente cuando se asumen con amor y por amor. Así, los sacrificios, a veces muy notables, de una madre por sus hijos pueden producir dolor, pero pueden no causar tristeza.
«Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[3]. Todos los que hemos visto y escuchado a nuestro Padre, en Villa Tevere, durante los últimos siete u ocho años de su vida, lo veíamos verdaderamente contento, feliz, aunque eran años en que sufrió mucho, tanto físicamente como, sobre todo, por las graves dificultades que atravesaba la vida de la Iglesia en esos años.
La alegría de la fe
2. La alegría natural elevada por la gracia se manifiesta especialmente en la unión a los planes de Dios. A los pastores de Belén, los ángeles les anuncian la «gran alegría» (Lc 2,10) del nacimiento de Jesús; los Magos vuelven a ver la estrella con «una inmensa alegría» (Mt 2,10). En fin, los apóstoles se llenaron de alegría al ver resucitado a Jesús (cfr. Jn 20,20).
La alegría cristiana no es la simple alegría «del animal sano»[4], sino fruto del Espíritu Santo en el alma (cfr. Gal 5,22); tiende de suyo a ser permanente, porque se fundamenta en él, como nos exhorta san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
Esta alegría en el Señor es la alegría de la fe en su amor paterno: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona. –Recuérdalo bien y siempre: aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, ¡no se viene abajo nada!, porque Dios no pierde batallas»[5].
Sin embargo, ante dificultades o sufrimientos, nuestra debilidad personal puede hacer que esta alegría decaiga, especialmente por la posible debilidad de la fe actual en el amor omnipotente de Dios por nosotros. «Un hijo de Dios, un cristiano que vive de fe, puede sufrir y llorar: puede tener motivos para dolerse, pero para estar triste, no»[6]. También por esto, para fomentar –o recuperar– la alegría, conviene actualizar la convicción de fe en el amor de Dios, que nos permite afirmar con san Juan: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4,16).
La fe tiende a expresarse de un modo u otro –con palabras o sin palabras– en oración y, con la oración, viene la alegría, porque «cuando el cristiano vive de fe –con una fe que no sea mera palabra, sino realidad de oración personal–, la seguridad del amor divino se manifiesta en alegría, en libertad interior»[7].
Alegres en la esperanza (Rm 12,12)
3. La fe en el amor que Dios nos tiene conlleva una gran esperanza. Así podemos también entender la afirmación de la Epístola a los hebreos: «La fe es fundamento de las cosas que se esperan» (Hb 11,1). La esperanza tiene por objeto propiamente un bien futuro y posible. Y el bien que la fe nos hace esperar es, fundamentalmente, la plena felicidad y alegría en la definitiva unión con Dios en la gloria. Como nos dice san Pablo, es «la esperanza en lo que os está reservado en los cielos» (Col 1,5). Esta certeza nos da la seguridad de que no nos faltarán los medios para alcanzar esa meta si libremente los acogemos: para comenzar y recomenzar, todas las veces que sean necesarias.
Y cuando se presenta, en modos diversos, una voluntad de Dios ante la que nos sentimos inadecuados e impotentes, podemos tener incluso «la seguridad de lo imposible»[8], como nuestro Padre al comienzo de la Obra, en momentos de total ausencia de medios y en un ambiente social profundamente contrario a la vida cristiana.
4. Tenemos, podemos tener siempre, «una esperanza que no defrauda», no por una seguridad en nosotros mismos ni en nada de este mundo, sino «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).
En ocasiones, las dificultades de diverso tipo pueden hacernos pensar, por ejemplo, que el trabajo apostólico no está resultando eficaz, que no vemos los frutos de nuestro esfuerzo y de nuestra oración. Pero sabemos bien –y nos conviene actualizar con frecuencia esta convicción de fe– que nuestro trabajo no es vano en el Señor (cfr. 1Cor 15,58). Como también aseguraba nuestro Padre: «Nada se pierde».
La esperanza y la alegría son dones de Dios, y así los pide san Pablo para todos: «Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza con la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13).
La alegría del corazón enamorado
5. El amor a Dios y a los demás está unido, con la alegría, a la fe y también a la esperanza. «Quien ama tiene la alegría de la esperanza, de llegar a encontrar el gran amor que es el Señor»[9].
Son diversas las expresiones del amor, que coinciden precisamente en lo esencial: desear el bien de la persona amada (y, en la medida de lo posible, procurarlo) y la alegría consiguiente al conocer ese bien por fin presente.
En el caso del amor al Señor, ¿incluye desear para Dios un bien que no tenga? Sabemos que él, al crearnos libres, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad[10]. Podemos no dar a Dios algo que anhela: nuestro amor. De alguna manera, la alegría del amor a Dios no es solo el aspecto del amor consistente en el bien que supone para nosotros, sino además la alegría de poder darle a él nuestro amor.
El amor, como fuente de alegría, se manifiesta de modo especial en la entrega a los demás, procurando ser, a pesar de nuestros defectos, «sembradores de paz y de alegría»[11]. Así, además, nos alegramos al ver la alegría de los demás y, como nuestro Padre, podemos decirles con verdad: «Mi alegría es vuestra alegría»[12].
6. «El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse. El auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz»[13].Sobre todo, la Cruz asumida por amor a Dios es fuente de bienaventuranza. Así nos lo enseña el Señor: «Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros» (Mt 5,11-12). En realidad, todas las bienaventuranzas describen las raíces de la alegría: «Las bienaventuranzas te llevan a la alegría, siempre; son el camino para alcanzar la alegría»[14].
Muchas son las causas que pueden conducir a perder la alegría; especialmente la experiencia actual de la propia debilidad, la conciencia de los propios pecados. Pero la fe en el amor de Dios y la esperanza segura que a esa fe se acompaña fundamentan, como afirma san Josemaría, «la profunda alegría del arrepentimiento»[15]. También entonces, a pesar de nuestras limitaciones y defectos, con la ayuda del Señor, y nuestro cariño, podemos «hacer amable y fácil el camino a los demás»[16].
A la santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, invocamos como Causa nostrae laetitiae. Que ella nos ayude a estar siempre contentos y a ser sembradores de paz y de alegría en todas las circunstancias de nuestra vida. En especial, se lo pedimos ahora en este año jubilar de la esperanza, muy unidos al sufrimiento del Papa Francisco.
No puedes destrozar, con tu desidia o con tu mal ejemplo, las almas de tus hermanos los hombres. –Tienes –¡a pesar de tus pasiones!– la responsabilidad de la vida cristiana de tus prójimos, de la eficacia espiritual de todos, ¡de su santidad! (Forja, 955)
Lejos físicamente y, sin embargo, muy cerca de todos: ¡muy cerca de todos!..., repetías feliz.
Estabas contento, gracias a esa comunión de caridad, de que te hablé, que has de avivar sin cansancio. (Forja, 956)
Me preguntas qué podrías hacer por ese amigo tuyo, para que no se encuentre solo.
–Te diré lo de siempre, porque tenemos a nuestra disposición un arma maravillosa, que lo resuelve todo: rezar. Primero, rezar. Y, luego, hacer por él lo que querrías que hicieran por ti, en circunstancias semejantes.
Sin humillarle, hay que ayudarle de tal manera que le sea fácil lo que le resulta dificultoso. (Forja, 957)
Ponte siempre en las circunstancias del prójimo: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad. (Forja, 958)
Dos discípulos de Juan el Bautista, fijándose en Jesús que pasaba.
Juan les dijo «éste es el cordero de Dios». Los discípulos siguieron a Jesús. Jesús les preguntó qué buscaban: ¿ Rabí donde vives?. «Venid y veréis».
Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con Él; serían las cuatro de la tarde. Juan recuerda, muchos años después, la hora en que encontró a Jesús, pequeño detalle, pero tierno e importante.
Me pregunto y te pregunto: ¿a qué hora le conociste?, quizás no ha llegado esa hora. Pero nunca la olvides. Jesús sigue pasando por la Gran Vía, por Kinshasa, por Tokio, por el Bronx, por el Buenpas, por tu calle. Sal y abre.
Has de convivir, has de comprender, has de ser hermano de tus hermanos los hombres, has de poner amor –como dice el místico castellano– donde no hay amor, para sacar amor. (Forja, 457)
Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos -a ti y a mí- una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando -dentro de la propia personal tosquedad- los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.
Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman, repetían.
Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar.
El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio? (Amigos de Dios, nn. 225-226)
A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante. Pero Dios es exigente. Pide amor de verdad; no quiere traidores. Hay que ser fieles a esa pelea sobrenatural, que es ser feliz en la tierra a fuerza de sacrificio. (Via Crucis, 10ª Estación, n. 3)
Acudid semanalmente -y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos- al santo Sacramento de la penitencia, al sacramento del divino perdón. Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes, y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a arrepentirnos.
Crezcamos en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen. Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor. Vosotros habéis experimentado, como yo, que la persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer. ¿Y qué será el Amor de Dios? ¿No conocéis que por cada uno de nosotros ha muerto Cristo? Sí, por este corazón nuestro, pobre, pequeño, se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús.
Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José -a quien tanto venero-, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada. (Amigos de Dios, nn. 219-220)
Dos discípulos de Juan el Bautista, fijándose en Jesús que pasaba.
Juan les dijo "éste es el cordero de Dios". Los discípulos siguieron a Jesús. Jesús les preguntó qué buscaban: ¿Rabí donde vives?. "Venid y veréis".
Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con El; serían las cuatro de la tarde. Juan recuerda, muchos años después, la hora en que encontró a Jesús, pequeño detalle, pero tierno e importante.
Me pregunto y te pregunto: ¿a qué hora le conociste?, quizás no ha llegado esa hora. Pero nunca la olvides. Jesús sigue pasando por la Gran Vía, por Kinshasa, por Tokio, por el Bronx, por el Buenpas, por tu calle. Sal y abre.
Comunión de los Santos. -¿Cómo te lo diría? -¿Ves lo que son las transfusiones de sangre para el cuerpo? Pues así viene a ser la Comunión de los Santos para el alma. (Camino, 544)
Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo. (Camino, 544)
Aquí estamos, consummati in unum! (Ioh XVII, 23.), en unidad de petición y de intenciones, dispuestos a comenzar este rato de conversación con el Señor, con el deseo renovado de ser instrumentos eficaces en sus manos. Ante Jesús Sacramentado –¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!–, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas. Porque, gracias a la inefable realidad de la Comunión de los Santos, somos solidarios –cooperadores, dice San Juan (3 Ioh, 8.)– en la tarea de difundir la verdad y la paz del Señor. (Amigos de Dios, 154).
Ya hace muchos años vi con claridad meridiana un criterio que será siempre válido: el ambiente de la sociedad, con su apartamiento de la fe y la moral cristianas, necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad. (Surco, 318)
Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguros en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo.
No sabría determinar cuál es la principal virtud humana: depende del punto de vista desde el que se mire. Además, la cuestión resulta ociosa, porque no consiste en practicar una o unas cuantas virtudes: es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas todas. Cada una se entrelaza con las demás, y así, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace justos, alegres, prudentes, serenos.
A la vez, hemos de considerar que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son también radicalmente personales, de la persona. Sin embargo, en esa batalla de amor nadie pelea solo -ninguno es un verso suelto, suelo repetir-: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena. Pide ahora conmigo, a Dios Señor Nuestro, que esa cadena nos ancle en su Corazón, hasta que llegue el día de contemplarle cara a cara en el Cielo para siempre. (Amigos de Dios, 75-76)
Acercarse un poco más a Dios quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar atentamente sus inspiraciones –los santos deseos que hace brotar en nuestras almas–, y a ponerlos por obra. (Forja, 32)
Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera ‑ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide‑ es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón.
Invocabit me et ego exaudiam eum, leemos en la liturgia (...): si acudís a mí, yo os escucharé, dice el Señor. Considerad esta maravilla del cuidado de Dios con nosotros, dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre. En todo tiempo ‑pero de un modo especial ahora, porque nuestro corazón está bien dispuesto, decidido a purificarse‑, Él nos oye, y no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado. (Es Cristo que pasa, 57)
Un Tiempo de Verdadera Conversión: MIÉRCOLES DE CENIZA 5 de marzo
El acto de conversión está intrínsecamente ligado a la infinita misericordia de Dios. Hoy, mientras la Iglesia esparce cenizas—obtenidas de las palmas bendecidas del año pasado—sobre la cabeza de los fieles, se nos recuerda nuestra fragilidad y mortalidad humana. En este solemne rito, expresamos nuestro dolor por nuestros pecados e imploramos al Señor que bendiga estas cenizas, que sirven como un recordatorio conmovedor de que no somos más que polvo. Le suplicamos que perdone nuestras transgresiones y nos guíe en nuestra observancia de la Cuaresma, pues Su deseo no es que los pecadores perezcan, sino que abracen la vida eterna a través de Cristo resucitado.
En este momento de reflexión, reconocemos nuestras deficiencias: nuestra negligencia en el cumplimiento de nuestros deberes, nuestra falta de celo y generosidad en el servicio a Dios, nuestras frecuentes caídas en la piedad y nuestra tendencia a priorizar el interés propio sobre la comunión divina. Al presentarnos ante el Santo de los Santos, percibimos las manchas de nuestros pecados y, llenos de contrición, abrazamos las palabras de la Sabiduría Divina, repetidas por la Iglesia: “Recuerda que eres polvo, y al polvo volverás.” Sin embargo, en medio de este reconocimiento, anhelamos la gracia transformadora de Cristo, quien nos ofrece la redención a través de Su sacrificio. Imploramos: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me arrojes lejos de tu presencia, y no quites de mí tu Santo Espíritu.”
Cada año que pasa ilumina no solo nuestras faltas, sino también el profundo poder de la salvación de Dios. Suplicamos: “Que tu compasión venga pronto a nosotros, p”rque estamos muy abatidos. Ayúdanos, oh Dios de nuestra salvación, para la gloria de tu nombre.” Al reconocer nuestra identidad como hijos de Dios, nos llenamos de la confianza de que el perdón es alcanzable. Nuestro Señor, en Su infinita misericordia, soporta nuestras infidelidades y nos espera con los brazos abiertos, colmados de gracia.
Esta certeza del amoroso abrazo de Nuestro Padre nos impulsa a acercarnos a Él con sinceridad y transparencia: “Nuestras aspiraciones de eliminar todo lo que empaña nuestra entrega están arraigadas en Ti; nuestra esperanza de una conversión renovada en nuestras vidas está anclada en Ti; nuestra visión de mejora diaria depende de Ti.” Dios, como un Padre compasivo, nos asegura: “En el tiempo favorable, te he escuchado, y en el día de la salvación, te he socorrido.” A la luz de Sus promesas de gloria y amor, estamos llamados a reflexionar sobre nuestra respuesta: ¿Qué ofreceremos al Señor a cambio de Sus dones generosos? ¿Cómo responderemos al amor de Jesús, quien nos extiende Su mano para acogernos de nuevo en Su redil?
En este tiempo de Cuaresma, comprometámonos a un compromiso más profundo con nuestra fe, conscientes de la misericordia que nos invita a la transformación y renovación.
Tú eres sal, alma de apóstol. -"Bonum est sal" -la sal es buena, se lee en el Santo Evangelio, "si autem sal evanuerit" -pero si la sal se desvirtúa..., nada vale, ni para la tierra, ni para el estiércol; se arroja fuera como inútil. Tú eres sal, alma de apóstol. -Pero, si te desvirtúas... (Camino, 921)
Los católicos hemos de andar por la vida como apóstoles: con luz de Dios, con sal de Dios. Sin miedo, con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal unión con el Señor, que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras, que repartamos el fruto de la serenidad y la eficacia de la doctrina cristiana. (Forja, 969)
En momentos de desorientación general, cuando clamas al Señor por ¡sus almas!, parece como si no te oyera, como si se hiciera sordo a tus llamadas. Incluso llegas a pensar que tu trabajo apostólico es vano.
–¡No te preocupes! Sigue trabajando con la misma alegría, con la misma vibración, con el mismo afán. –Déjame que insista: cuando se trabaja por Dios, ¡nada es infecundo! (Forja, 978)
Hijo: todos los mares de este mundo son nuestros, y allí donde la pesca es más difícil es también más necesaria. (Forja, 979)
Con tu doctrina de cristiano, con tu vida íntegra y con tu trabajo bien hecho, tienes que dar buen ejemplo, en el ejercicio de tu profesión, y en el cumplimiento de los deberes de tu cargo, a los que te rodean: tus parientes, tus amigos, tus compañeros, tus vecinos, tus alumnos... –No puedes ser un chapucero. (Forja, 980)
¿Por qué no te entregas a Dios de una vez..., de verdad... ¡ahora!? (Camino, 902)
Si ves claramente tu camino, síguelo. -¿Cómo no desechas la cobardía que te detiene? (Camino, 903)
"Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros..." -Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti. (Camino, 904) "Et regni ejus non erit finis". -¡Su Reino no tendrá fin!
¿No te da alegría trabajar por un reinado así? (Camino, 906) "Nesciebatis quia in his quae Patris mei sunt oportet me esse?" -¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?
Respuesta de Jesús adolescente. Y respuesta a una madre como su Madre, que hace tres días que va en su busca, creyéndole perdido. -Respuesta que tiene por complemento aquellas palabras de Cristo, que transcribe San Mateo: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí". (Camino, 907)
Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso...
–Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor. (Forja, 41)
Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum, lo libraré y lo glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí, como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula nuestra caridad. De este modo, las tres virtudes teologales, virtudes divinas, que nos asemejan a nuestro Padre Dios, se han puesto en movimiento. (...)
No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20.). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse (Es Cristo que pasa, 57-58).
La oración no es prerrogativa de frailes: es cometido de cristianos, de hombres y mujeres del mundo, que se saben hijos de Dios. (Surco, 451)
Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos.
Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal. En mis charlas con gentes de tantos países y de los ambientes sociales más diversos, con frecuencia me preguntan: ¿Y qué nos dice a los casados? ¿Qué, a los que trabajamos en el campo? ¿Qué, a las viudas? ¿Qué, a los jóvenes?
Respondo sistemáticamente que tengo un solo puchero. Y suelo puntualizar que Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra. A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén. Hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle -de corazón a corazón- nuestro afecto.
Me invocaréis y Yo os atenderé. Y le invocamos conversando, dirigiéndonos a Él. Por eso, hemos de poner en práctica la exhortación del Apóstol: sine intermissione orate; rezad siempre, pase lo que pase. No sólo de corazón, sino con todo el corazón. (Amigos de Dios, nn. 294-295)
El Dr. Alexis Carrel es muy conocido porque obtuvo el premio Nobel de Medicina en 1912. Nació en Francia en 1873 y falleció en 1944. Era un hombre de ciencia, educado en una escuela laica, había perdido completamente la fe y se volvió positivista y materialista. No creía en los milagros. Intrigado por la curiosidad en el año 1903 decidió investigar por sí mismo lo que pudiera ser de cierto de lo que se decía de las maravillosas curaciones de Lourdes.
Se le presentó la oportunidad de ocupar el puesto de un colega suyo, se unió a las peregrinaciones de los enfermos hacia Lourdes. En el tren coincidió con María Ferrand -cuyo nombre real es Marie Baily- en un estado de salud desesperado. Padecía peritonitis tuberculosa aguda; su abdomen estaba considerablemente distendido, con grandes masas duras. Había estado enferma durante toda su vida. Carrel creía que moriría muy rápidamente. Con cada parada brusca del tren parecía que agonizaba.
Después de llegar a Lourdes, Carrel encuentra un condiscípulo, llamado Antonin Duval que había dedicado su vida a ser voluntario. Le preguntó si esa mañana hubo enfermos curados en las piscinas. La respuesta fue negativa pero seguida de un comentario. En la gruta había presenciado el milagro de una monja anciana que tenía una enfermedad incurable en un pie, quedó curada y arrojó las muletas. El médico niega la intervención de Dios en lo que llamaban curación extraordinaria y afirma que ese fue un caso interesante de autosugestión. Que él para convencerse de que existen los milagros tendría que ver curada una enfermedad orgánica. Recordó a la paciente con la que había coincidido y dijo que si ella se curara él no volvería a dudar jamás.
La enfermera de la peregrinación le preguntó si podían llevar a María Ferrand a las piscinas. Carrel la miró con sorpresa y le dijo que era posible que muriera en el camino pero si estaba decidida y para eso había hecho un viaje tan largo, que estaba de acuerdo. El Dr. Journet que había acompañado a sus pacientes a Lourdes, entró en la sala en ese momento y confirmó que María estaba a punto de morir.
Cerca de las 2 de la tarde Carrel se dirigió a las piscinas. Allí coincidió con el dr. Gouyot quien al ver a María también dijo que le parecía que estaba a punto de morir. Por su estado no la metieron en la piscina sino que le derramaron tres jarras de agua en el abdomen. A las 2.40 pm María empezó a dar muestras de alivio. Súbitamente Carrel se puso pálido pues vio como el abdomen de la enferma se iba aplanando lentamente. A las 3 de la tarde María estaba curada. El dr. Alexis se creía a punto de volverse loco. Observaba fascinado los movimientos respiratorios y la pulsación de la región del cuello, el ritmo era regular. Le preguntó cómo se sentía y ella respondió que se sentía curada aunque todavía débil.
Carrel regresó a su hotel decidido a abstenerse de sacar ninguna conclusión. A las 7.30 pm se dirigió al hospital y fue al lado de la cama de María. Se quedó contemplándola con gran asombro. Estaba sentada. La respiración era completamente normal. Una gran confusión invadía el ánimo del médico. Vio la piel del abdomen lisa y blanca. Palpó el abdomen y todo había desparecido. El sudor inundó su frente, sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Los doctores Journet y Gouyot testificaron la curación.
Alexis Carrel subió los escalones de la Iglesia y empezó a rezar. Le decía a Dios que respondió a su súplica con un milagro resplandeciente, pero que él aún dudada. El gran deseo de su vida era creer, creer apasionadamente. Y después se puso a escribir las observaciones de ese día. Por fin se desvanecieron todas sus dudas intelectuales y sintió una gran paz.