Siempre hallamos en el hombre, desde la noche de los tiempos, el anhelo de salirse de la casilla de su naturaleza, anticipando el destino glorioso que le ha sido prometido. Hay en nuestra naturaleza mortal una nostalgia de divinidad, pues no en vano fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, hemos participado de los beneficios de la Redención y sabemos que nos aguarda una existencia eterna y “transhumanada”, una metamorfosis misteriosa que nos hará resplandecientes e inmortales, sin renunciar a nuestros cuerpos.
Por Juan Manuel de Prada
Esta vocación plenamente humana, alimentada de promesas divinas, encontró su parodia en aquella promesa que la antigua serpiente lanzó a Eva en el Paraíso: “Seréis como dioses”. Es decir, podréis disfrutar de esa naturaleza “transhumanada” revelándoos contra el acto creador de Dios, rechazando los beneficios de la Redención, anticipando el disfrute de una gloria imperecedera al margen de los planes divinos.
Todas las triquiñuelas luciferinas se resumen, a la postre, en la promesa de un Paraíso en la Tierra que anticipe los gozos ultraterrenos y glorifique nuestra carne mortal, a costa de privarla de la gloria eterna. Y entre todas estas triquiñuelas ninguna tan sugestiva y perturbadora como hacernos dioses revolviéndonos contra nuestros límites como seres biológicos. Así, el hombre deja de ser criatura, para convertirse en creador de sí mismo.
El transhumanismo promete que nos dotará de capacidades superiores: una mayor longevidad, una inteligencia superior, una invulnerabilidad ante las enfermedades o las pasiones más torpes, etcétera. Así hasta convertirnos en dioses. Aquí podríamos recordar aquella frase de Lewis Mumford sobre los utopistas: “Al pretender que Falstaff sea como Cristo, estos fanáticos impiden que los bribones de nacimiento sean capaces de alcanzar al menos el nivel de un Robin Hood”.
Frente a las pretensiones utópicas, la visión católica le pide a Falstaff que mire a Cristo, que trate de imitarlo, para que así, desplazándose dentro del ámbito de su naturaleza caída, logre ser Robin Hood. Esta es la única transformación a la que podemos aspirar en vida. El transhumanismo, en cambio, pretende saltarse de un brinco nuestra naturaleza caída; y, a diferencia de la gracia, que favorece la conversión de Falstaff en Robin Hood, pretende grotescamente que Falstaff se convierta en Cristo. Algo tan grotesco como saltar sobre la propia sombra o tratar de alzarnos tirando de nuestro pelo.
Contra la utopía transhumanista, se alza la idea cristiana, tan escandalosa y subversiva hoy como hace dos mil años. Nuestro cuerpo, tan tentado por las debilidades, tan acechado por los padecimientos y los achaques, guarda una semilla de divinidad que germinará después de nuestra muerte, para inundarnos de divinidad.
Nuestro cuerpo lleno de arrugas y michelines, cólicos del riñón y deficiencias respiratorias, humores malolientes, secreciones y excrementos; nuestro cuerpo que se lastima y se duele, que se muere y se pudre y que, sin embargo, ha sido elegido como recipiente necesario de nuestra plenitud, nuestro cuerpo ha nacido para la gloria. Esta es la transhumanización que nos aguarda, a la vuelta de la esquina y para siempre.