Homilía en la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri
Ofrecemos el texto de la homilía preparada por el Cardenal Giovanni Angelo Becciu para la ceremonia de beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri.
«Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14).
Queridos hermanos y hermanas:
Al escuchar estas palabras de Cristo dirigidas a los discípulos, y que hoy nos han sido proclamadas, el temor casi se ha apoderado de nosotros. Querríamos enseguida responder al Maestro: ¡la luz del mundo eres tú! De hecho, nos viene a la mente lo que Él ha dicho de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo... el que me sigue... tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Sin embargo, esta página del evangelio nos recuerda que Cristo dice que también nosotros somos luz en el mundo, porque la hemos recibido de Él, que ha venido al mundo no solamente para “ser la luz”, sino para “dar la luz”, para comunicarla a las mentes y los corazones de cuantos creen en Él. Jesús quiere de nosotros precisamente esto, cuando dice “vosotros sois la luz del mundo”. De hecho añade: «No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5, 14-15).
Tenemos pues una tarea. Tenemos una responsabilidad por el don recibido: la responsabilidad sobre la luz que nos ha sido transmitida. No podemos solamente apropiarnos de ella y guardarla únicamente para nosotros, sino que estamos llamados a comunicarla a los demás, a donarla; debemos hacerla brillar «ante los hombres» (v. 16).
De esta verdad era consciente la beata Guadalupe. Ella es para nosotros un modelo de cómo mostrar esta luz que es Cristo y cómo transmitirla a los hermanos. Nos encontramos, en efecto, ante una mujer cuya vida ha sido iluminada solo por la fidelidad al Evangelio. Poliédrica y perspicaz, ha sido luz para aquellos que ha encontrado a lo largo de su existencia, mostrando un coraje y una alegría de vivir que procedían de su abandono en Dios, a cuya voluntad se conformaba día tras día, y cuyo descubrimiento la hizo testigo valiente y anunciadora de la Palabra de Dios. La fuente de su fecunda vida cristiana fue su íntima y constante unión con Cristo. Su diálogo con Dios, ya desde jovencita, era continuo y se realizaba singularmente mediante una intensa vida sacramental y prolongados tiempos de recogimiento: la Santa Misa y la confesión eran los pilares de su vida espiritual. El rezo del rosario, recitado con gran devoción, era el signo evidente de su profundo vínculo con la Madre de Dios, a cuya intercesión solía confiarse. Guadalupe ha recorrido un camino de oración completo y maduro, que la llevó a experimentar en modo profundo y místico la presencia del Señor y su amor misericordioso. En efecto, es de la contemplación del misterio pascual de donde brotó la luz de la verdad que guió sus pasos. La misma luz la convirtió en una “lámpara” puesta “en el candelero y que alumbra a todos los de la casa” (v. 15).
La cruz no tardó en aparecer en su vida. En el terrible período de la guerra civil aceptó con heroica fortaleza, fruto de una fe, esperanza y caridad también heroicas, el trágico fusilamiento de su padre, los peligros del conflicto armado, el alejamiento de Madrid, la pobreza y la interrupción de los estudios. En medio de tanto desierto espiritual y material tuvo lugar el encuentro que daría un giro total a su existencia. Tocada por la “gracia”, que experimentó durante una misa dominical, sintió el deseo de encontrar a alguien que le ayudase a hallar respuestas más profundas a sus exigencias espirituales y así, mediante un amigo, entró en contacto con el fundador del Opus Dei. El encuentro supuso un paso decisivo hacia una vida de total entrega a Dios. Incorporada a la Obra, se mostró disponible, con ánimo entusiasta y generoso, a comunicar a todos y en todas partes la alegría del descubrimiento de la “perla preciosa”, la de el evangelio,y comenzó a desarrollar un intenso apostolado en distintos lugares, estrechando con facilidad y por todas partes lazos de amistad con jóvenes, que eran edificadas con su fe, su piedad, su caridad y su alegría sana y contagiosa. Había ya comprendido que la unión con Dios no podía limitarse al momento de la oración en una capilla, sino que toda la jornada se presentaba como una ocasión para intensificar su trato con el Señor. Una característica espiritual suya era de hecho la de transformar en oración todo lo que hacía. Al respecto, le gustaba repetir que era necesario caminar con «los pies en la tierra pero mirando siempre al cielo, para ver luego más claro lo que pasa junto a nosotros» (Informatio, Sec. II, Biographia documentada, p. 46).
Cuando el fundador, Escrivá de Balaguer, le preguntó si estaba dispuesta a ir a México para implantar la Obra, aceptó enseguida y con alegría. Ya no tenía ningún otro interés que el de ser un instrumento dócil en las manos de Dios. Para superar las comprensibles dificultades familiares, y prepararse espiritualmente para cumplir cuanto Dios le pedía, se encomendó a Nuestra Señora de Guadalupe. En México, su trabajo apostólico se basaba en el amor de Dios, que se traducía en una vida de piedad y de abandono en su manos y en el celo misionero; se preocupaba antes que nada de formar bien a las recién llegadas; insistía en la necesidad de la perseverancia; edificaba con su espíritu de oración, de sobriedad y de penitencia; era evidente que trabajaba solo para la gloria de Dios y para la extensión de su Reino.
Destinada a Roma, con responsabilidades de gobierno, fue obediente, humilde y alegre como siempre, dedicándose al trabajo de oficina y a la oración. Tras regresar a España, retomó las tareas de enseñanza y de formación de las jóvenes de la Obra: fue el tiempo de un compromiso decidido, constante, generoso y gozoso por vivir siempre con más radicalidad el Evangelio; fue una respuesta consciente al amor de Dios, del cual ella se sentía revestida, sobre todo en los momentos más trágicos de su existencia, con el propósito de ser santa y, siguiendo la espiritualidad del Opus Dei, animada por un fuerte deseo de implicar al mayor número posible de hermanos y hermanas en la misma aventura.
La beata Guadalupe ha sabido ser, en cada circunstancia, un don para los demás, cuidando especialmente la formación de las estudiantes y dedicándose a la investigación científica para promover el progreso de la humanidad. Además, su corazón estuvo siempre abierto a las necesidades del prójimo, traduciéndose esto en una actitud de acogida y comprensión. En toda circunstancia demostró ser una mujer fuerte. Su fortaleza era particularmente evidente en las dificultades, en la realización de nuevas obras apostólicas, en la evangelización de frontera y, sobre todo, en saber aceptar pacientemente los sufrimientos físicos, que le condicionaban seriamente la vida diaria. Todo lo supo aceptar sin reservas y sin lamentarse, transformando la enfermedad en preciosa ofrenda al Altísimo y en una ocasión de profunda unión con el Crucificado.
La nueva beata nos comunica a nosotros, los cristianos de hoy, que es posible armonizar la oración y la acción, la contemplación y el trabajo, según un estilo de vida que nos lleva a fiarnos de Dios y a sentirnos expresión de su voluntad, la cual hay que vivir en todo momento. Además, nos enseña que bello y atrayente es el poseer la capacidad de escuchar y una actitud siempre alegre incluso en las situaciones más dolorosas. Guadalupe se presenta así ante nuestros ojos como un modelo de mujer cristiana siempre comprometida allí donde el designio de Dios ha querido que esté, especialmente en lo social y en la investigación científica. En definitiva, fue un don para toda la Iglesia y es un ejemplo valioso a seguir.
Su riqueza de fe, esperanza y caridad es una admirable demostración de cuanto el Concilio Vaticano Segundo ha afirmado sobre la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que cada uno persigue este objetivo «siguiendo su propio camino» (Lumen gentium, 41). Esta indicación del Concilio encuentra hoy una realización cumplida con la Beatificación de esta mujer, a cuya oración e intercesión recurrimos para que seamos siempre mejores testigos de la luz de Cristo y lámparas que iluminen las tinieblas de nuestro tiempo.
Sí, invoquémosla: ¡Beata Guadalupe, ruega por nosotros!
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