Un genio.
Existe un hábito de la mente que está hoy tan extendido que afecta nuestro pensamiento en casi todo tema, pero al que no se le ha dado todavía un nombre. Como su más cercano equivalente que existe he escogido la palabra “nacionalismo”, pero como se verá en un momento no estoy usándola en el sentido ordinario, sencillamente porque la emoción de la que hablo no siempre se refiere a lo que se conoce como nación –esto es, una raza determinada o un área geográfica. Puede aplicarse a una iglesia o clase, o puede trabajar en un sentido meramente negativo, contra algo y sin la necesidad de algún objeto positivo de lealtad.
Por “nacionalismo” quiero referirme primero al hábito de asumir que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos y que grupos enteros de millones o decenas de millones de personas pueden razonablemente ser etiquetadas como “buenas” o “malas.” Pero en segundo lugar –y esto es mucho más importante- quiero referirme al hábito de identificarse uno mismo con una determinada nación u otra unidad, colocándola más allá del bien y del mal y reconociendo no otro deber que el de apoyar sus intereses. El nacionalismo no debe ser confundido con el patriotismo. Ambos términos son normalmente usados de forma tan vaga que cualquier definición está sujeta a cuestionamiento, pero uno debe diferenciar entre ellas, pues encierran dos ideas distintas y hasta opuestas. Por “patriotismo” me refiero a la devoción a un lugar en particular y a un particular estilo de vida, los cuales uno cree que son los mejores del mundo pero sin tener la menor intención de forzarlo a los demás. El patriotismo es por naturaleza defensivo, tanto militarmente como culturalmente. El nacionalismo, por otro lado, es inseparable del deseo de poder. El propósito perdurable de todo nacionalista es el de asegurar más poder y prestigio, no para sí mismo sino para la nación u otra unidad a la cual ha decidido someter su propia individualidad.
Un nacionalista es alguien que piensa solamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo. Puede ser un nacionalista positivo o negativo –esto es, puede emplear su energía ya sea en promover o en denigrar- pero en todo caso sus pensamientos giran siempre en torno a victorias, derrotas, triunfos y humillaciones. El nacionalista ve la historia, especialmente la contemporánea, como la interminable sucesión de ascensos y declives de unidades de poder, y cada evento que tiene lugar le parece una demostración de que su propio bando está en ascenso y algún bando rival muy odiado está en descenso. Pero finalmente, es importante no confundir el nacionalismo con la mera alabanza del éxito. El nacionalista no es alguien que simplemente tiene como principio estar siempre del lado del grupo más fuerte. Al contrario, una vez que ha elegido su grupo, se convencerá a sí mismo de que aquel es el más fuerte, y estará en capacidad de mantener tal creencia aún cuando los hechos estén avasalladoramente contra dicha creencia. El nacionalismo es hambre de poder alimentada por el autoengaño. Todo nacionalista es capaz de la más flagrante deshonestidad, pero también – desde que esta consiente de servir algo más grande que a él mismo- está firmemente seguro de estar en lo correcto.
Sería una sobresimplificación decir que todas las formas de nacionalismo son iguales, aún en sus esquemas mentales, pero hay ciertas reglas que aplican bien a todos los casos. Las siguientes son las principales características del pensamiento nacionalista:
OBSESIÓN
En términos generales, ningún nacionalista piensa, habla o escribe sobre otra cosa que la superioridad de su propia unidad. Es difícil, sino imposible, para cualquier nacionalista esconder su lealtad. Si la unidad de su lealtad es un país, declarará la superioridad de éste no sólo en términos militares y de virtud política, sino también en el arte, la literatura, el deporte, la estructura lingüística, la belleza física de sus habitantes, y quizás incluso hasta en el clima, paisajes y cocina. Mostrará una gran sensibilidad sobre aspectos tales como la correcta manera de enarbolar la bandera, tamaños relativos de titulares y el orden en que los distintos países son nombrados. La nomenclatura juega un papel importante en el pensamiento nacionalista.
INESTABILIDAD
La intensidad con que son sentidas no impide que las lealtades nacionalistas sean transferibles. De particular interés es la retransferencia. Un país u otra unidad que ha sido idolatrada por años puede repentinamente devenir odiada, y otro objeto de afecto puede tomar su lugar casi sin un intervalo. En Europa continental los movimientos fascistas reclutaban a sus seguidores en su mayoría de entre los comunistas. Lo que permanece constante en el nacionalista es su estado mental: el objeto de sus sentimientos puede cambiar, y hasta ser imaginario.
Pero para un intelectual, la transferencia tiene una función importante. Hace posible para él ser mucho más nacionalista –más vulgar, más ridículo, más maligno, más deshonesto- de lo que jamás podría ser en nombre de su país nativo, o de cualquier unidad de la que tuviese real conocimiento. Cuando uno ve la basura pretenciosa que se escribe sobre Stalin, el Ejército Rojo, etc., por gente bastante inteligente y sensible, uno se percata que ello sólo es posible porque algún tipo de dislocación ha tenido lugar. En sociedades como la nuestra, es inusual para cualquier persona que se describa como intelectual el sentir un apego muy profundo a su propio país. La opinión pública –esto es, la sección del público de la cual él es intelectualmente consciente- no se lo permitirá. La mayoría de la gente que lo rodea es escéptica e indiferente, y él puede adoptar la misma actitud ya sea por imitación o por pura cobardía: en tal caso habrá abandonado aquella forma de nacionalismo que se encuentra a su más cercano alcance. Pero él todavía siente la necesidad de una Patria, y es natural que la busque en algún otro lado. Una vez que la ha encontrado, puede indulgir en exactamente aquellas emociones de las cuales él cree que se ha emancipado. Dios, el Rey, el Imperio, la Bandera –todos los ídolos abandonados pueden reaparecer bajo diferentes nombres, y dado que no los reconoce como lo que son los puede adorar con una buena consciencia. El nacionalismo transferido, como el uso de los chivos expiatorios, es una forma de lograr la salvación sin tener que alterar la propia conducta.
DESCONEXIÓN CON LA REALIDAD
Todos los nacionalistas tienen la capacidad de obviar las analogías entre hechos similares. Las acciones son tenidas como buenas o malas, no en atención a sus propios méritos, sino de acuerdo a quién las realiza, y prácticamente no hay clase alguna de barbarie –tortura, la toma de rehenes, trabajo forzado, deportaciones en masa, penas de cárcel (o ejecuciones) sin juicio previo, falsificación, asesinato, el bombardeo de poblaciones civiles- cuya calificación moral no cambie cuando es cometida por “nuestro” bando.
El nacionalista no sólo no desaprueba las atrocidades cometidas por su propio bando, sino que además tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ellas. Durante seis años los admiradores de Hitler en Inglaterra se las arreglaron para no enterarse de la existencia de Dachau y Buchenwald. Y aquellos que más ardientemente denunciaban los campos de concentración alemanes estaban muchas veces en desconocimiento de que también había campos de concentración en Rusia. Eventos notables como la hambruna de Ucrania de 1933, que involucraron las muertes de millones de personas, han escapado la atención de la mayoría de los rusófilos ingleses. En el pensamiento nacionalista hay hechos que pueden ser a la vez ciertos y falsos, conocidos y desconocidos. Un hecho conocido puede ser tan insoportable que habitualmente es descartado y no se le permite entrar en procesos lógicos.
Todo nacionalista se obsesiona con alterar el pasado. Se pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas ocurren como deberían –en que, por ejemplo, la Armada Española fue todo un éxito o la Revolución Rusa fue aplastada en 1918– y transferirá fragmentos de este mundo de fantasía a los libros de historia cada vez que pueda. Hechos importantes son suprimidos, fechas alteradas, citas removidas de sus contextos y manipuladas para cambiar su significado. Eventos cuya ocurrencia se piense que no debió darse son omitidos y en última instancia negados. En 1927 Chiang Kai Shek quemó cientos de comunistas vivos, y sin embargo 10 años después se había convertido en uno de los heroes de la Izquierda. El realineamiento de la política internacional lo había traído al campo antifascista, así que de alguna manera se llegó a pensar que la quema de comunistas vivos “no contaba”, o quizás no había ocurrido. El objetivo primario de la propaganda es, por supuesto, influenciar la opinión contemporánea, pero aquellos que reescriben la historia probablemente creen en una parte de sí mismos que están realmente rearmando los hechos hacia el pasado. Cuando uno considera las elaboradas falsificaciones que han sido cometidas para demostrar que Trotsky no tuvo un papel importante en la Guerra Civil Rusa, es difícil sentir que las personas responsables estaban simplemente mintiendo. Más probable es que ellos sintieran que su propia versión era lo que había ocurrido a los ojos de Dios, y que había justificación plena en reordenar los registros de acuerdo con ello.
Algunos nacionalistas están no muy lejos de la esquizofrenia, viviendo muy felices entre sueños de poder y conquista que no guardan conexión alguna con el mundo real.
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