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El movimiento #MeToo se ha presentado como una llamada a liberar la palabra de las mujeres, y así poner en la picota a hombres poderosos acusados de utilizar su posición para abusar sexualmente de sus subordinadas. En este clima propicio a la denuncia, se han revelado prácticas abusivas intolerables, que han destrozado la imagen y la carrera de hombres del espectáculo y de la moda, antes intocables. Pero también se ha creado un clima en el que cualquier denuncia equivale a condena, y en el que si no compartes las tesis de #MeToo estás contra la mujer. De modo que, aunque se trata de liberar la palabra de las mujeres, no todas las voces de mujeres se consideran legítimas.
Ni tan siquiera vale tener una hoja de servicios feminista. Ahí está la escritora canadiense Margaret Atwood, la autora de El cuento de la criada, una distopía que se desarrolla en un futuro Estados Unidos donde se suprimen los derechos de las mujeres y se instaura un régimen basado en valores puritanos para ofrecer a la población la máxima seguridad posible. Al despertar de la pesadilla de la victoria electoral de Trump, el libro de Atwood adquirió un valor de profecía.
Pero ahora hasta la mismísima Atwood ha sido acusada de ser una “mala feminista”. Su pecado es haber despertado sospechas sobre la intolerancia de #MeToo y haber pedido que un profesor universitario acusado de conducta sexual inapropiada no sea condenado sin un debido proceso. En un artículo en The Globe and Mail, Atwood dice que el movimiento #MeToo es el síntoma de un sistema legal ineficaz, que no hace justicia a las víctimas. Pero, advierte, “una justicia paralela puede transformarse en un hábito cultural de linchamiento, en el que el modo de justicia normal se tira por la ventana, y en su lugar se instalan y se mantienen estructuras de poder extralegales”.
En tiempos de extremismo, la ideología se convierte en un dogma, señala Atwood. “Cualquiera que no comparte sus opiniones es visto como un apóstata, un hereje o un traidor, y los moderados son aniquilados”. Suficiente incorrección como para que la escritora haya sido advertida de que deje de hacer la guerra a mujeres más jóvenes y menos poderosas que ella, y que “empiece a escuchar”. Esto de “escuchar” es una advertencia repetida a las mujeres que desentonan en el coro, y es otro modo de decirles “cállate y suscribe lo que yo digo”.
Es la respuesta que se ha dado también al artículo publicado en Le Monde por un colectivo de cien mujeres, entre ellas Catherine Deneuve y Catherine Millet, en el que expresan su rechazo de un cierto feminismo que expresa un “odio a los hombres” y un afán censor en nombre de un nuevo puritanismo.
A estas mujeres les parece que, a raíz del affaire Weinstein, la denuncia de violencias sexuales sufridas por mujeres en el marco profesional ha sido una legítima y necesaria toma de conciencia. Pero advierten que “esta liberación de la palabra se convierte hoy en su contrario: se nos intima a hablar como es debido, a callar lo que incomoda, y las que rehúsan plegarse a estas imposiciones son vistas como traidoras, como cómplices”.
Ellas piensan que se está dado una imagen de las mujeres como “eternas víctimas” que deben ser protegidas. Distinguen entre “la violación, que es un crimen”, y “la seducción insistente o torpe, que no es un delito, como la galantería no es una agresión machista”. No ha favorecido mucho a su tesis afirmar que “defendemos una libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual”. Quizá por su edad media estas mujeres tienden a verse como paladines de la liberación sexual frente al puritanismo, problemática ya superada para las más jóvenes.
Pero se entiende su temor a una justicia expeditiva: “#MeToo –dicen– ha provocado en la prensa y en las redes sociales una campaña de delaciones y de acusaciones públicas contra individuos que, sin que se les deje la posibilidad de responder ni de defenderse, han sido puestos al mismo nivel que los agresores sexuales”.
Pues a raíz del artículo ellas han sido puestas al nivel de traidoras a la causa. Como suele ocurrir en los casos en que unas mujeres discrepan de las tesis feministas “correctas”, la munición utilizada contra ellas contiene más adjetivos que ideas. Feministas francesas han comparado a Deneuve con “el tío pesado que no entiende lo que está pasando”; otras diagnostican a las firmantes de “misoginia interiorizada”; no faltan las que las descalifican porque, gracias a su privilegiada posición en la sociedad, no han experimentado los sistemáticos abusos que supuestamente sufren todas las demás mujeres. Lo cual no deja de ser paradójico, pues tampoco puede decirse que #MeToo haya sido impulsado por mujeres corrientes, sino más bien por féminas que protestan en nombre de la igualdad de género con modelos negros exclusivos en la alfombra roja de los Globos de Oro.
El acoso a las voces fuera del coro se ha hecho sentir no solo por lo que alguna ha dicho, sino incluso por lo que una puede decir en el futuro, en una especie de censura previa. Lo ha experimentado en sus carnes Katie Roiphe, ensayista, autora del libro The Morning After: Sex, Fear and Feminism. Se ha corrido la voz de que Roiphe va a publicar un artículo en el número de marzo de Harper’s en el que mencionará a la mujer responsable de haber creado la Shitty Media Men List, una especie de lista negra de publicistas que supuestamente se han comportado mal con las mujeres, y en la que pueden añadirse nombres anónimamente.
El mero hecho de que una mujer desvele el nombre de otra que está haciendo esta “valiente campaña” ha sido considerado como una traición, y en las hogueras encendidas en Twitter se ha tratado a Roiphe de “Tío Tom del género”, “basura”, “pro violación”…
La duda de si realmente se han liberado las voces femeninas se refleja en la disparidad entre lo que se dice en público y en privado, como reconoce la escritora Daphne Merkin en The New York Times. En público, dice Merkin, todas compartimos en Twitter las condenas de #MeToo. En privado, hay muchas más reservas respecto al valor de las acusaciones, en las que se mezclan casos palmarios de depredadores sexuales con otros en los que las acusaciones son “dispersas, anónimas o, hasta donde puede saber el público, muy vagas e inconcretas”.
El hecho de que lo que se dice en privado sea tan distinto de lo que se afirma en público es, para Merkin. “un mal signo, pues sugiere una especie de intimidación social que es la parte oculta de una cultura de corrección política en la que estamos sumergidos cada vez más”.
Pero si se trata de liberar la palabra de las mujeres habrá que respetar lo que cada una quiere decir, sin imponerles la moda en negro del #MeToo.
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