martes, febrero 19, 2013

Corrupción, transparencia, justicia, secularización.





De salvador Bernal en religión confidencial.

Traigo este tema a mi columna semanal, aunque no es asunto en sí religioso, porque es una de las grandes cuestiones éticas del momento en España. No faltan quienes piensan que, en la espiral de la corrupción, influye mucho la exigua formación cristiana de políticos, líderes sindicales y periodistas: o su olvido o deterioro...




No tendría por qué ser así, a tenor de la realidad que periódicamente analiza la ONG Transparency International, domiciliada en Berlín, con delegaciones en muchos países. De hecho, el 1 de febrero la "contra" de La Vanguardia entrevistaba a Manuel Villoria, miembro de la junta directiva de esa ONG. Afirma que España es el país más corrupto en la Europa de los Quince, después de Grecia e Italia. Y sugiere que "la diferencia esencial entre los políticos de los países menos corruptos, los nórdicos [anoto: menos creyentes que los mediterráneos], y los nuestros es que allí se sienten servidores públicos y aquí se sienten los amos".



El viernes pasado, Máximo publicaba una viñeta en ABC con este texto: "todos los hombres y mujeres corruptos son iguales". Mi osadía llega a criticarle por haberse sometido a esa corrupción de la lengua castellana, derivada de lo políticamente impuesto, que obliga a alargar innecesariamente las frases para reiterar lo obvio, por exigencia de los géneros... Aparte de eso, me permitiría añadir una coletilla orwelliana: "todos los corruptos son iguales, pero unos más que otros".



En ese contexto, no sé si es ingenuidad o cinismo la apelación a confiar en la justicia que repiten tantos líderes y tantos comentaristas. Hace unos días la prensa destacaba el indulto de una joven madre de familia que había usado una tarjeta de crédito ajena para dar de comer a sus hijos. La cuantía apenas superaba los doscientos euros. Para unos hechos sucedidos en 2007, los jueces dictaron sentencia ¡en 2012!, y el indulto llegaría en 2013. Con estos datos, ¿puede alguien confiar en que la administración de justicia española vaya a contribuir a la ética pública? Desde luego, yo no. Más aún, porque los procesos anticorrupción son muy complejos, y se eternizan.



Y eso sin contar la aparente politización de algunos jueces, y del empleo de lo que no sé si seguirá llamando "uso alternativo del derecho". Porque tiene bemoles que las ostensibles coacciones físicas y psíquicas de líderes sindicales puedan ser amparadas como manifestación del derecho de huelga o de expresión: y no es porque vayan contra una cadena de supermercados que se caracteriza por la ejemplaridad de sus relaciones laborales.



El fenómeno se agrava porque aquí nadie dimite, a diferencia de otros países: basta pensar en los casos recientes de un ministro británico (por una mentira en cuestión de tráfico, cuando algún condenado por hechos más graves sigue en la política española activa), o de una ministra alemán (por un plagio académico). A falta de ese abandono –temporal o permanente‑ de la vida pública, se traslada el enjuiciamiento a la prensa, que nunca ofrecerá la garantía jurídica de los jueces. Y tiene efectos "perversos" de incalculables consecuencias: la mayor credibilidad que el ciudadano tiene hoy en los periodistas, arrumba la presunción de inocencia; por otra parte, se tiende a valorar injustamente la dimisión como reconocimiento de culpa, sin distinguir entre responsabilidad política y jurídica.



Mucha culpa tienen los partidos políticos, que vienen haciendo oídos sordos a los informes del Tribunal de Cuentas que suele publicar el BOE. ¿Cuándo se convencerán de que sólo serán creíbles en esta materia cuando renuncien a la subvención pública? Entretanto, al menos, deberían practicar una seria transparencia. También en la concesión de los millares de licencias y subvenciones que pigmentan el mapa administrativo español. Ante el déficit de ética personal –lo único que resuelve de verdad los problemas, no estaría de más reducir las ocasiones de beneficiarse o beneficiar a los próximo con tanto dinero público, que es de todos.

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