viernes, junio 07, 2019

Libertad universitaria, indispensable.




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José Juan Moreso
Universidad Pompeu Fabra
07/06/2019


Tras la verdad, la democracia, la libertad de pensamiento y expresión



En los últimos años hemos asistido, demasiadas veces, a intentos en nuestras universidades de impedir conferencias, debates, mesas redondas de personas relevantes públicamente, por parte de grupos radicales de diverso signo. Creo que se trata de un intento grave de coartar la libertad de expresión en el lugar en donde ello es, tal vez más grave: en la Universidad, el templo de la palabra, uno de los foros de la razón pública. En la Universidad Autónoma de Barcelona, tuvimos, poco antes de comenzar la campaña electoral de las elecciones generales de abril uno de los últimos de estos intentos. Creo que los universitarios debemos condenar estos actos sin paliativos. Hace dos años, preocupados por la extensión de estas prácticas en las universidades norteamericanas, dos profesores de la prestigiosa Universidad de Princeton, Robert P. George y Cornell West (en los antípodas ideológicos, George católico conservador, West radical de izquierdas) propusieron a la firma un Statement. Obtuvo muchas firmas dentro y fuera de los Estados Unidos. Pues bien, creo que es un texto oportuno, por lo que lo traduzco y lo ofrezco como reflexión primaveral en nuestro blog.

La búsqueda del saber y el mantenimiento de una sociedad libre y democrática requiere el cultivo y la práctica de las virtudes de la humildad intelectual, la apertura de la mente y, antes que nada, el amor a la verdad. Estas virtudes se manifiestan a sí mismas y se refuerzan mediante la voluntad de escuchar con atención y respeto a las personas inteligentes que desafían nuestras creencias y que representan causas con las que discrepamos con puntos de vista que no compartimos. Es por ello que nosotros tratamos respetuosamente de relacionarnos con personas que desafían nuestros puntos de vista. Y por ello nos oponemos a los que quieren silenciar a los que discrepan de nosotros, especialmente en la Facultades y campus universitarios. Como John Stuart Mill nos enseñó, reconocer la posibilidad de que también nosotros podemos estar equivocados es una buena razón para escuchar y considerar honradamente –y no meramente tolerarlo con desgana- los puntos de vista que no conocemos, incluso las perspectivas que nos parecen chocantes o escandalosas. Y aún más, como Mill hizo notar, incluso si alguien tiene la razón en una materia en disputa, relacionarse con personas que discrepan seria y respetuosamente profundiza nuestra comprensión de la verdad y agudiza nuestra capacidad de defenderla. Ninguno de nosotros es infalible. Seas de izquierdas, de derechos o de centro hay personas razonables de buena voluntad que no comparten tus convicciones fundamentales. Esto no significa que todas las opiniones son igualmente válidas ni que todos los que opinan merezcan ser escuchados por igual. Ciertamente no significa que no haya verdad alguna por descubrir. Ni que tú estés necesariamente equivocado. Pero tampoco los demás lo están de manera necesaria. Así, los que no han caído en la idolatría de la veneración a las propias opiniones y las aman por encima de la verdad misma querrán escuchar a los que ven las cosas de un modo diferente para aprender qué consideraciones –pruebas, razones, argumentos- los llevan a un lugar diferente del que, al menos por ahora, se encuentran ellos. Todos nosotros queremos –incluso ansiamos- relacionarnos con aquellos que están dispuestos a relacionarse conforme al discurso de la búsqueda de la verdad, ofreciendo razones, ordenando las pruebas y elaborando argumentos. Cuanto más importante es la cuestión debatida, más deseamos ser escuchados y –especialmente si la persona con la que conversamos desafía nuestras convicciones profundas- poner en duda incluso aquellas de nuestras creencias más queridas y que conforman nuestra identidad.

Es demasiado común hoy en día tratar de hacer inmunes a la crítica aquellas opiniones que se han convertido en dominantes en cada comunidad particular. Algunas veces se lleva a cabo cuestionando los motivos y estigmatizando a aquellos que disienten de las opiniones dominantes; o bien interrumpiendo sus presentaciones, o bien pidiendo que sean excluidos del campus o, si ya han sido invitados, anulando la invitación. Algunas veces estudiantes y profesores dan la espalda a los conferenciantes cuyas opiniones no comparten o simplemente se van y rechazan escuchar aquellas convicciones que ofenden sus valores. Es claro, el derecho a la protesta pacífica también en los campus es sacrosanto. Pero antes de ejercer este derecho, cada uno de nosotros tendría que preguntarse: ¿no sería mejor escuchar respetuosamente y tratar de aprender de un conferenciante con el que no estamos de acuerdo? ¿No sería menor servir la causa de la búsqueda de la verdad llevando al conferenciante a una discusión franca y civilizada? Nuestra voluntad de escuchar y relacionarnos respetuosamente con aquellos de los que discrepamos (sobre todo en materias de profunda importancia) contribuye vitalmente al mantenimiento de un medio en el cual las personas se sienten libres de decir lo que piensan, considerando posiciones impopulares y explorando líneas de argumentación que pueden socavar maneras de pensar consolidadas. Este talento nos protege contra el dogmatismo y el pensamiento único, ambos tóxicos para la salud de las comunidades académicas y el funcionamiento de las democracias.


Creo que no puede decirse mejor. Con un poco de fortuna, ahora que nuestros políticos tratan de encontrar el mejor modo de dialogar para pactar entre ellos, tal vez lo lean algunos. También les conviene aprender de la actitud que aquí se vindica.

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