lunes, diciembre 16, 2019

Santa Catalina de Génova y las almas del purgatorio











BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 12 de enero de 2011

Santa Catalina de Génova
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy deseo hablaros de otra santa que lleva el nombre de Catalina. Después de Catalina de Siena y de Catalina de Bolonia, me refiero a Catalina de Génova, conocida especialmente por su visión sobre el purgatorio. El texto que describe su vida y su pensamiento se publicó en esa ciudad de Liguria en 1551; está dividido en tres partes: la Vida propiamente dicha, la Demostración y declaración del purgatorio —más conocida como Tratado— y el Diálogo entre el alma y el cuerpo (cf. Libro de la Vita mirabile et dottrina santa, della beata Caterinetta da Genoa. Nel quale si contiene una utile et catholica dimostratione et dechiaratione del purgatorio, Génova 1551). El redactor final fue el confesor de Catalina, el sacerdote Cattaneo Marabotto.
Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, quedó huérfana del padre, Giacomo Fieschi, en tierna edad. Su madre, Francesca di Negro, impartió una buena educación cristiana; tanto que la mayor de las dos hijas se hizo religiosa. A los dieciséis años, Catalina fue dada como esposa a Giuliano Adorno, un hombre que, después de varias experiencias comerciales y militares en Oriente Medio, había regresado a Génova para casarse. La vida matrimonial no fue fácil, entre otras cosas por el carácter del marido, aficionado al juego de azar. La propia Catalina fue inducida inicialmente a llevar un tipo de vida mundana, en la cual, sin embargo, no logró encontrar serenidad. Después de diez años, percibía en su corazón un profundo sentido de vacío y de aflicción.
La conversión comenzó el 20 de marzo de 1473, gracias a una singular experiencia. Había ido a la iglesia de San Benito y al monasterio de Nuestra Señora de las Gracias para confesarse y al arrodillarse ante el sacerdote «recibió —como ella misma escribe— una herida en el corazón, de un inmenso amor de Dios», con una visión tan clara de sus miserias y de sus defectos y, al mismo tiempo, de la bondad de Dios, que casi se desmayó. Este conocimiento de sí misma, de su vida vacía y de la bondad de Dios, le tocó el corazón. De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, expresada en las palabras: «No más mundo, no más pecados» (cf. Vita mirabile, 3rv). Entonces Catalina huyó, sin hacer la confesión. Regresó a casa, entró en la habitación más escondida y lloró largamente. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo conciencia del inmenso amor de Dios hacia ella, pecadora, una experiencia espiritual que no lograba expresar con palabras (cf. Vita mirabile, 4r). En esa ocasión se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz, como a menudo se le representa en la iconografía de la santa. Al cabo de pocos días, volvió al sacerdote para hacer por fin una buena confesión. Aquí comenzó la «vida de purificación» que, durante largo tiempo, le hizo sentir un constante dolor por los pecados cometidos y la impulsó a imponerse penitencias y sacrificios para mostrar a Dios su amor.
En este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar en la que se denomina «vida unitiva», es decir, una relación de unión profunda con Dios. En la Vida está escrito que su alma sólo se guiaba y dirigía interiormente por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que necesitaba. Catalina se abandonó de un modo tan total en las manos del Señor que vivió durante cerca de veinticinco años —como ella escribe— «sin mediación de ninguna criatura, instruida y gobernada sólo por Dios» (Vita, 117r-118r), alimentada sobre todo por la oración constante y por la santa Comunión que recibía cada día, algo poco común en su tiempo. Sólo muchos años más tarde el Señor le dio un sacerdote para que cuidara de su alma.
Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía frente a las gracias del Señor. Sólo la perspectiva de darle gloria a él y de poder ayudar a otros en su camino espiritual la impulsó a narrar lo que sucedía en ella, desde el momento de su conversión, que es su experiencia originaria y fundamental. El lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone, el mayor complejo hospitalario genovés, del cual fue directora y animadora. Por tanto, llevó una vida totalmente activa, pese a esta profundidad de su vida interior. En Pammatone se fue formando a su alrededor un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, atraídos por su vida de fe y por su caridad. Conquistó incluso a su marido, Giuliano Adorno, hasta el punto de que este dejó su vida disipada, convirtiéndose en terciario franciscano, y se trasladó al hospital a fin de ayudar a su mujer. Catalina se ocupó del cuidado de los enfermos hasta el término de su camino terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte no se produjeron acontecimientos extraordinarios, pero dos elementos caracterizan toda su existencia: por una parte, la experiencia mística, o sea, la profunda unión con Dios, sentida como una unión esponsal, y, por otra, la asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al prójimo, especialmente a los más necesitados y abandonados. Estos dos polos —Dios y el prójimo— llenaron totalmente su vida, que pasó prácticamente entre las paredes del hospital.
Queridos amigos, nunca debemos olvidar que cuanto más amemos a Dios y seamos constantes en la oración, más lograremos amar verdaderamente a quien está a nuestro alrededor, a quien tenemos cerca, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones. La mística no aleja de los otros, no crea una vida abstracta, sino que más bien acerca a los demás porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.
El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el cual es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante notar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que están allí purificándose. Sin embargo, en los escritos inspirados de nuestra santa es un elemento central y el modo de describirlo tiene características originales respecto a su época. El primer rasgo original se refiere al «lugar» de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente recurriendo a imágenes vinculadas al espacio. Se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no se presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios (cf. Vita mirabile, 171v). Hemos escuchado el relato de ese momento de conversión, donde Catalina siente improvisamente la bondad de Dios, la distancia infinita entre su propia vida y esa bondad, y un fuego abrasador en su interior. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de ese tiempo. En efecto, no se parte del más allá para describir los tormentos del purgatorio —como era habitual en esa época y quizás lo es todavía hoy— y luego indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra santa parte de la experiencia interior de su vida en camino hacia la eternidad. El alma —dice Catalina— se presenta a Dios todavía atada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le impide gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cf. Vita mirabile, 177r). Y también nosotros sentimos cuán distantes estamos, cuán llenos de tantas cosas, de modo que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, por consiguiente, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y precisamente el mismo amor a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.
En Catalina se vislumbra la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que era normal recurrir en su época. En particular, se encuentra una imagen típica de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo une con un sutilísimo hilo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre queda como «superado y vencido, y totalmente fuera de sí». De este modo el corazón del hombre es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cf. Vita mirabile, 246rv). Catalina utiliza esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los resplandores de los rayos fulgentes de Dios (cf. Vita mirabile, 179r).
Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un «saber» tan profundo de los misterios divinos, en el cual amor y conocimiento se compenetran, que son una ayuda para los mismos teólogos en su compromiso de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo, de lo que es el purgatorio.
Con su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amemos a Dios y entremos en intimidad con él en la oración, tanto más él se da a conocer y enciende nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la santa nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos, a fin de que puedan llegar a la visión beatífica de Dios en la comunión de los santos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032). Asimismo, el servicio humilde, fiel y generoso que la santa prestó durante toda su vida en el hospital de Pammatone es un luminoso ejemplo de caridad para todos y un estímulo especialmente para las mujeres, que dan una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su valiosa obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres y necesitados. Gracias.

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