Mira a este pobre leproso, postrado a los pies de Jesús:
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Señor, si quieres, puedes limpiarme.
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Míralo bien y hoy, viernes, póstrate así ante el Crucifijo. Llámalo Jesús, como el buen ladrón, y dile esas mismas palabras: Jesús, si quieres, puedes limpiarme.
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Abre bien los ojos, míralo. Jesús está sucio, no hay en Él nada sano. Se mezclan en su cuerpo el polvo, la sangre seca, la sangre fresca, los salivazos de los soldados, los moratones de las caídas… ¡A quién vienes a pedir limpieza!
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Y, sin embargo, Él se ha ensuciado con nuestra inmundicia, con tus pecados y los míos. Vuelve a decirle: Jesús, si quieres, puedes limpiarme.
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Mira ahora cómo, al ser atravesado por la lanza del centurión, ese cuerpo comienza a manar un torrente de sangre y agua. Sitúate bajo esa fuente, que penetrará en tu alma a través de los sacramentos de la Iglesia, y deja que esa efusión de gracia te limpie por dentro de todas tus culpas e infidelidades. Bebe de esa agua hasta saciarte, y déjate bañar por esa sangre hasta quedar convertido en otro Cristo.
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Ya lo ves: Él se ensució para que tú quedaras limpio. ¿No es para morir de gratitud? |
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