En la Escritura observamos cómo, en varios momentos, Dios jura: El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Si jurar supone poner a Dios por testigo de una afirmación, cuando Dios jura está entregando al hombre una palabra irrevocable, de la que Él mismo responde. Por el mismo motivo, el hombre sólo debería jurar cuando ese juramento viene de lo alto, del propio Dios.
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Son juramentos que se pronuncian de rodillas, y en los que el hombre, respondiendo a una llamada divina, entrega a Dios su vida como culto: el matrimonio, el orden sacerdotal, los votos perpetuos de los religiosos… En esos momentos, el hombre se atreve a jurar confiado en que Dios mismo, que le pide el juramento, le otorgará la gracia de llevarlo a término. De algún modo, en ese juramento también Dios queda comprometido. ¿Quién, de otra forma, se atrevería a entregar la vida entera sin conocer aún lo que le depara el futuro?
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Pero también, en ocasiones, el hombre profiere juramentos en los que se sirve de Dios para hacerse creíble. A estos juramentos se refiere Jesús cuando dice: No juréis en absoluto.
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