Hablábamos ayer de cómo el tibio ha hecho las paces con el pecado. Pero muchas veces, al mismo tiempo está en guerra contra su hermano, contra su vida, contra Dios.
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Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino.
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Cristo, el mismo Cristo que nos levanta en guerra contra el pecado, nos invita a firmar tratados de paz que pongan fin a guerras que jamás debimos entablar. Si quieres tener la paz de Cristo en el alma…
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Reconcíliate con tus hermanos. Deja de juzgarlos y condenarlos, no te defiendas de ellos, ámalos como son, aunque te quiten la vida. Y, si te la quitan, dásela, que el Señor te la devolverá transfigurada.
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Reconcíliate con tu historia y con tu vida. Aunque no te lo parezca, está bien hecha. La ha hecho Dios, contando también con tus pecados para sacar bienes de ellos.
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Reconcíliate con Dios. Él no tiene la culpa de tus males. Eres tú quien debe pedirle perdón por tus traiciones.
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Y, con esa santa paz, lucha la única guerra que te llevará al cielo: la guerra contra el pecado.
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