«Obama, gracias por el ébola»
RAFAEL NAVARRO-VALLS
05/11/2014
ME HIZO SONREÍR la leyenda que lucía uno de los críticos asistentes a la
intervención de Obama en favor de un candidato demócrata a gobernador: «Obama,
gracias por el ébola». Tampoco los americanos han quedado libres de la obsesión
por el virus del murciélago y la tendencia a culpar de su expansión a la cúpula
del poder político. Si en este caso se une, además, la inactividad del
presidente afroamericano ante el problema sirio, el retorno del fantasma
terrorista por la retirada iraquí, las insuficiencias de los Servicios
Secretos, su atonía ante la crisis en Oriente Próximo, la sensación de estar a
la defensiva frente a un Putin crecido por el conflicto de Ucrania, la
parálisis legislativa sobre inmigración o el control de armas, se entiende que
los analistas políticos hayan subrayado el carácter «tóxico» que la marca Obama
ha tenido en estas elecciones. Los candidatos de su partido lo quisieron lejos.
Entre ellos susurraban que su presencia sería algo así como «el beso de la
muerte». La tragedia de un presidente en baja es que se le achaca todo: de lo
que es culpable y también de lo que es inocente. La presidencia es una
verdadera trituradora de egos.
Incluso el fuego amigo ha afectado a Obama, con su antiguo colaborador
Leon Panetta a la cabeza denunciando en su libro de Memorias el «errático
rumbo» en política internacional de su comandante en jefe. De cerca, le seguía
el viejo Jimmy Carter manifestando su perplejidad ante un presidente con pinta
de púgil noqueado. Sin olvidar a la inquieta Hillary Clinton, distanciándose a
toda prisa de quien puede ser un fardo en sus ambiciones presidenciales para
2016. Y no digamos nada de John Kerry que, según fuentes de la Casa Blanca,
está más perdido en su Secretaría de Estado «que Sandra Bullock en Gravity».
Y, sin embargo, el presidente paria de hoy -invisible en estas legislativas,
salvo salidas esporádicas para apoyar a gobernadores demócratas- era el héroe
de ayer. Fue una explosión de entusiasmo la que rodeó su llegada hace seis años
a la presidencia. El joven abogado por Harvard era como un Kennedy redivivo,
con una retórica de senador romano, una máquina electoral barredora de redes y
medios, y el jurado del Nobel rendido a sus pies. Miren las hemerotecas: el New
York Times desplegaba su mejor prosa hablando de su elección como «una catarsis
nacional», y del día de su triunfo como «una llama que enciende la historia».
Su toma de posesión fue -unanimidad en la gran prensa- «el evento más
concurrido de toda la historia de Washington». Incluso el francés Libération
tituló: «Hoy somos felices». Es curioso cómo la fuerza del Yes, we can de ayer
se ha diluido en un mensaje de impotencia de hoy: «No pudimos». Lo cual es
también aviso a navegantes para las versiones españolas de «Sí, Podemos».
¿Ha sido, pues, culpa solo de Obama la débâcle demócrata en estas
legislativas midterm? No lo creo. Existe una fuerza interna en el genoma
político norteamericano que impulsa a votar en contra del partido en el poder,
compensando, con un Congreso vigilante de signo opuesto, la peligrosa tendencia
del ejecutivo a la «presidencia imperial». Hay dos excepciones: los casos de F.
D. Roosevelt y G.W. Bush, que en las elecciones midterm de su primer mandato
ganaron asientos en las dos Cámaras. Ciertamente, un presidente erosionado
acelera esa fuerza que también, sin embargo, actúa con presidentes en pleno
prestigio. Un ejemplo es Eisenhower, que sufrió en 1958 una de las mayores
derrotas de un presidente en las legislativas midterm (perdió 47 asientos en la
Cámara y 15 en el Senado), con una popularidad cercana al 56%. Hay alguna
excepción a la regla, como ocurrió con Clinton en su sexto año, con el Sexgate
llamado Lewinsky en plena resaca. Sorprendentemente no perdió ni en la Cámara
ni en el Senado, aunque sus ventajas fueron mínimas. Probablemente influyó una
cierta corriente de simpatía hacia un presidente machacado por una
inmisericorde investigación del fiscal especial.
En todo caso, la derrota demócrata ha sido histórica: en el plano
numérico y en la vertiente moral. Tres símbolos demócratas han sufrido un
fuerte varapalo anímico en sus feudos. Me refiero a dos Premios Nobel (Obama y
Carter) y un legendario Kennedy. Obama ha cedido Illinois, su entourage
político, al nuevo gobernador republicano Bruce Rauner. El nieto (Jason) de
Jimmy Carter -el presidente rey del cacahuete, que precisamente salió de
Georgia para ocupar la Casa Blanca- no ha logrado desbancar en ese estado al
veterano republicano Nathan Deal. El hogar político de los Kennedy
(Massachussets) ha sido mancillado por el nuevo gobernador republicano Charlie
Baker.
¿Qué puede hacer Obama en estos dos años en el Despacho Oval ? Si yo
fuera él, seguiría el consejo que el gurú de Clinton, Dick Morris, dio a su
jefe en plena derrota en las midterm de su primer mandato. En 1994, Clinton se
encontró con unos resultados electorales que entregaron el Congreso a los
republicanos. Éstos habían ganado ocho escaños en el Senado y 53 congresistas
en la Cámara. El consejo de Morris fue: «Triangular». Esto es, deslizarse hacia
el centro, apartarse del área gravitacional de la zona izquierda del partido
demócrata, y ofrecer a los republicanos un programa nuevo que mezclaba lo mejor
de los dos programas.
Clinton declaró solemnemente: «Se terminó la era de un gobierno grande»,
anunció un fuerte recorte del gasto, impuestos bajos y eliminar el déficit. Naturalmente
eso supone de algún modo volver la espalda a los propios partidarios -lo que no
es fácil-, pero a veces es irresistible. En el caso de Clinton también fue
fructífero: su abrazo a Newt Gingrich, el líder republicano, acabó sofocando a
la oposición. Ciertamente la situación de Obama no es la de Clinton; este
«trianguló» para lograr un segundo mandato, mientras que Obama está ya al final
de su estancia en la Casa Blanca. No necesita hacer especiales méritos para las
elecciones presidenciales de 2016. Sin embargo, es muy duro contemplar desde el
Despacho Oval cómo el pato cojo es ninguneado por los adversarios, abandonado
por los correligionarios y despreciado por el pueblo. Sin contar con la
historia, que un presidente no puede admitir que se escriba con un epitafio
agónico.
Otra cuestión interesante es cómo repercuten estos resultados en las
elecciones presidenciales de 2016. Probablemente los dos contrincantes que
cruzarán sus espadas serán Hillary Clinton por el partido demócrata y -con
mayor carga hipotética- Jeb Bush, hermano e hijo de presidentes republicanos.
Contra lo que pudiera creerse, la derrota de Obama en estos comicios puede no
serle perjudicial a la ex senadora, ex primera dama y ex secretaria de Estado.
Para Hillary es importante presentarse como el cambio frente a la continuidad.
Pero eso no podría hacerlo con un antecesor en el cargo del mismo partido en
pleno apogeo de popularidad. Ahora, con Obama en horas bajas, con sus mensajes
minusvalorados y su herencia recortada, Hillary tiene que lanzar, de algún
modo, el mensaje del cambio. No le será fácil ni por su edad ni por sus
antecedentes. Pero la idea de que si hubiera ganado a Obama en las primarias de
2008 las cosas no estarían hoy así, es un mensaje que acentúa las posibilidades
de la primera mujer candidata a la presidencia.
Los resultados de estas legislativas ayudan también a la probable
candidatura de Jeb Bush. Los republicanos carecen de una figura como Hillary
entre los demócratas. De los posibles candidatos destaca el nuevo Bush, con una
actuación estelar en sus años de gobernador de Florida, una esposa mexicana y
bastantes simpatías entre la comunidad hispana. El lento desenganche de los
hispanos de la figura de Obama -siempre retrasando la nueva ley de inmigración-
dibuja a este poderoso grupo como un personaje en busca de un autor, esto es,
alguien buscando un nuevo líder. Jeb podría serlo. Sus recientes palabras de
que inmigrar sin papeles era un «acto de amor», tuvieron eco entre los
hispanos. A la vez, el triunfo republicano en estas legislativas hace necesario
para el GOP no dilapidar su éxito mirando a 2106. Requiere una figura que
aglutine al partido en torno a él. El apellido Bush -con todos sus altibajos-
es una garantía en el partido del elefante.
Pero republicanos y demócratas -es el mensaje de estas elecciones-
deberán moderarse en sus posiciones. Un partido republicano vengativo y echado
al monte perdería cualquier posibilidad de ganar en 2016, y un presidente
demócrata legislando por decreto y esgrimiendo el veto ante el Congreso nunca
saldría de las cenizas. Tal vez por eso Mitch McConnell, el nuevo líder
republicano, decía en su discurso de victoria que el bipartidismo no significa
«estar en perpetuo conflicto», y Obama acaba de citar para finales de semana a
los líderes de los dos partidos en la Cámara y el Senado. Es un buen comienzo.
2 comentarios:
Excelente artículo. Analiza con rigor lo ocurrido con Obama en estas elecciones legislativas, y hace razonables hipótesis de futuro para las relaciones republicanos/demócratas
Navarro Valls, es un moderado e infatigable conocedor de la realidad estadounidense ydela Iglesia, curioso, lo que hace que sus artículos sean muy clarificadores y sugerentes.
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