No fingió ser capaz de predecir el futuro. No. Era demasiado sabio
para eso. De hecho, moderó sus comentarios iniciales con la advertencia
siguiente:
“Seamos, por consiguiente, prudentes con los pronósticos. Aún es
válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es un abismo;
nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y quien
cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el
ser humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de
Dios, tiene motivos más que suficientes para abstenerse de unas
predicciones cuya ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría
revelar sólo ignorancia histórica”.
Pero su época, inundada de peligros existenciales, cinismo político y
desconcierto moral, estaba hambrienta de respuestas. La Iglesia
católica, un faro moral en las turbulentas aguas de su tiempo, había
pasado recientemente por ciertos cambios propios que tuvieron
preguntándose, tanto a adeptos como a inconformistas: “¿Qué será de la
Iglesia del futuro?”.
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Y de esta forma, en 1969, se encontraba el sacerdote Joseph Ratzinger
en una radio alemana respondiendo con sus reflexiones. Aquí están sus
comentarios finales:
Con esto hemos llegado a nuestro hoy y a la reflexión sobre el
mañana. El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de
la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud
pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No
vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de
quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida
infalible.
Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de
quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y
legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa
dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva:
el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará
marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres
humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas.
Por quienes pueden ver más que los otros, porque su vida abarca espacios
más amplios.
La generosidad que libera a las personas se alcanza sólo en la
paciencia de las pequeñas renuncias cotidianas a uno mismo. En esta
pasión cotidiana, la única que permite al ser humano experimentar de
cuántas formas diferentes, lo ata su propio yo, en esta pasión cotidiana
y sólo en ella, se abre el ser humano poco a poco. Él solamente ve en
la medida en que ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir aún
a Dios, se debe a que nos resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos
y huir de la profundidad de nuestra existencia, anestesiados por
cualquier comodidad. Así, lo más profundo en nosotros sigue sin ser
explorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡qué ciegos
estamos todos!
¿Qué significa esto para nuestra pregunta? Significa que las
grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe
son palabras vanas. No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de
la acción en oraciones políticas. Es completamente superflua y por eso
desaparecerá por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo,
la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos
promete la vida más allá de la muerte.
De la misma manera, el sacerdote que sólo sea un funcionario
social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros especialistas.
Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es especialista,
que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio de su
ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los
demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y
su angustia.
Demos un paso más. También en esta ocasión, de la crisis de hoy
surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña,
tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de
los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá
adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se
presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la
comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través
de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros.
Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y
ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su
profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales
homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a
estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por
entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos
cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda
la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido
su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia
reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y
experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un
problema de estructura litúrgica.
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha.
Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y
la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará
pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso
resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez
de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever
que todo esto requerirá tiempo.
El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy
largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la
revolución francesa –cuando también entre los obispos estaba de moda
ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera
la existencia de Dios era en modo alguno segura– hasta la renovación del
siglo xix.
Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una
Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres
humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente
planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido
totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces
descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente
nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que
siempre han buscado a tientas.
A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy
difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que
contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de
lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe.
Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en
la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y
se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y
esperanza más allá de la muerte.
La Iglesia católica sobrevivirá a pesar de los hombres y las mujeres,
no necesariamente gracias a ellos. Y aun así, todavía nos queda trabajo
por hacer. Debemos rezar y cultivar el autosacrificio, la generosidad,
la lealtad, la devoción sacramental y una vida centrada en Cristo.