Con la primera piedra en la mano
La idea de que no se debe juzgar el estilo de vida de otras personas se ha elevado a nuevo criterio moral. Dentro de un clima de relativismo, nadie es mejor que nadie, simplemente es diferente. Decir que algo es más acorde con la naturaleza humana sería una orgullosa pretensión de estar en posesión de la verdad, un afán farisaico de enjuiciar a otros, un obstáculo a la armonía social basada cada vez más en la diversidad.
Sin duda, hay aquí un eco positivo de la máxima evangélica “no juzguéis y no seréis juzgados”. No conocemos las circunstancias de las personas, no sabemos cuál es su intención mientras no la declaren, no conocemos su grado de ignorancia de la norma. Y si hemos de tener en cuenta que “con la vara con que midáis se os medirá”, nos conviene otorgar a los demás el beneficio de la duda y la mirada tolerante, como la pedimos para nosotros mismos. Por eso, quien se apresura a hacer juicios negativos de otras personas es visto como persona sentenciosa –judgmental en inglés–, un rasgo negativo en cualquier caso.
Dentro de esta atmósfera cabría esperar que el clima de opinión en la sociedad fuera cada vez más abierto y tolerante. Sin embargo, se ha hecho cada vez más crispado y reacio a la disidencia. La ortodoxia ha cambiado, pero la intolerancia con el discrepante sigue viva. Hasta el punto de que cada vez resulta más difícil mantener un debate público y libre, como acaban de señalar más de 150 intelectuales de EE.UU. en una carta abierta en la que critican una creciente intolerancia por parte del activismo considerado progresista hacia ideas discrepantes.
También sigue muy activa la disposición a juzgar a otros. Lo que ha cambiado son los temas de los que se puede juzgar. No puedes decir que un tipo de familia es más funcional que otro; o que el deseo de tener un hijo no justifica el recurso a “vientres de alquiler”; o que un hijo adoptado está mejor en una familia con padre y madre. Sería excluir a los demás, que podrían sentirse ofendidos.
En lo que se refiere a la conducta sexual, el sexto mandamiento ha pasado a ser: “No juzgarás”. Queda algún tabú como la pedofilia, que se ha reforzado incluso, aunque en los tiempos de la revolución sexual fue reivindicada por autores bien vistos como Michel Foucault.
Pero hoy nadie tiraría la primera piedra contra la mujer adúltera, lo cual es un signo de civilización. Es verdad que no lo hacemos porque tampoco nos escandaliza. Simplemente, estaba empezando “una nueva relación”. En cambio, hay mucha gente dispuesta a lanzar la primera piedra contra el que ha pecado –o simplemente ha sido acusado– en algo que la sociedad de hoy considera intolerable, desde la evasión de impuestos al sexismo o la contaminación ambiental. En la época del #MeToo una denuncia puede ser una pedrada mortal en la reputación de una persona antes de que haya sido probada.
Porque en estos casos hay una auténtica competencia para lanzar la primera piedra. La denuncia se presenta con visos de primicia, de transparencia, de tolerancia cero con la injusticia. A veces la prensa cumple su papel al destapar casos de corrupción, de incompetencia o de abusos. Otras da la impresión de publicar denuncias no bien investigadas, muy contundentes en los titulares y muy precarias en la aportación de pruebas. Denuncias instrumentalizadas en la lucha política, y que se olvidan en cuanto consiguen eliminar al adversario.
Conforme a la ortodoxia dominante, la idea de no juzgar a los demás es selectiva. No se puede descalificar a la mujer que aborta, pero se puede censurar a la que tiene más de dos hijos; hay que respetar el deseo del que pide la eutanasia sin juzgarle, pero no el derecho a la objeción de conciencia del médico; hay que abstenerse de juzgar al trans que quiere cambiar de sexo, pero se puede denostar a las mujeres que protestan porque ven invadidos los espacios propios femeninos.
¿Quién soy yo para juzgar? es una pregunta esgrimida solo para ciertos casos. Nos encanta que el Papa Francisco proclame la Iglesia de la misericordia, ese hospital de campaña que acoge a los pecadores heridos en la batalla de la vida. Pero nos gusta cuando se trata de pecados que comprendemos o que aceptamos como inevitables, sobre todo si tienen que ver con el sexo. Pero si se trata de pecados de otros que no nos gustan, la misericordia se denuncia como debilidad. Todos nos sentimos llamados a juzgar al negociante de armas, al que se lucra con la trata de personas, al empresario que compra voluntades políticas, al pedófilo. En esto, tolerancia cero. Y es verdad que no hay que transigir con estas conductas. Pero, para la Iglesia, son también ovejas que hay que recuperar, animándoles a la conversión.
El deseo del Papa Francisco de reintegrar al alejado es uno de sus rasgos que más atraen. Pero no siempre es bien comprendida su idea de la misericordia, que a veces se confunde con un relativismo blando. Como ha comentado el obispo Robert Barron: “Para muchos, el mensaje de la misericordia divina equivale a negar la realidad del pecado, como si este no importara. En realidad, es justo lo contrario. Hablar de misericordia es ser consciente del pecado y de su peculiar forma de destrucción”. El hijo pródigo es bien acogido al volver a la casa del Padre, pero no para que siga dilapidando la herencia.
Tras el mayo del 68, el relativismo se identificaba con la llamada sociedad permisiva, liberada de imposiciones. Pero ahora que la sociedad occidental ha dilapidado su herencia cristiana vemos imponerse lo que Benedicto XVI denunciaba como la “dictadura del relativismo”. Una sociedad dura en sus juicios contra los que no aceptan la ortodoxia dominante y poco dispuesta al perdón. Con la primera piedra en la mano y con un orgullo farisaicamente correcto.
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